LECTURA
2 Sam 7, 4-5a. 12-14a.
16
Lectura del segundo
libro de Samuel.
En aquellos días, la palabra del Señor
llegó a Natán en estos términos: "Ve a decirle a mi servidor David: Así
habla el Señor: 'Cuando hayas llegado al término de tus días y vayas a
descansar con tus padres, yo elevaré después de ti a uno de tus descendientes,
a uno que saldrá de tus entrañas, y afianzaré su realeza. Él edificará una casa
para mi Nombre, y yo afianzaré para siempre su trono real. Seré un padre para
él, y él será para mí un hijo. Tu casa y tu reino durarán eternamente delante
de mí, y tu trono será estable para siempre'".
Palabra de Dios.
Comentario
Las palabras del profeta Natán están
dirigidas a David, rey de Israel. Pero la Palabra de Dios supera el tiempo y el
contexto en que es pronunciada, y se abre a los nuevos tiempos. Así, en este
descendiente de David, Jesús, los cristianos reconocemos que esta promesa se
cumple. Su trono, su reino, nos abarca a todos y es eterno.
SALMO
Sal 88, 2-5. 27. 29
Su
descendencia permanecerá para siempre.
Cantaré eternamente el amor del Señor,
proclamaré
tu fidelidad por todas las generaciones.
Porque
tú has dicho:
"Mi
amor se mantendrá eternamente,
mi
fidelidad está afianzada en el cielo".
Yo sellé una alianza con mi elegido,
hice
este juramento a David, mi servidor:
"Estableceré
tu descendencia para siempre,
mantendré
tu trono por todas las generaciones".
Él me dirá: "Tú eres mi padre,
mi
Dios, mi roca salvadora".
Le
aseguraré mi amor eternamente,
y
mi Alianza será estable para él.
SEGUNDA LECTURA
Rom 4, 13. 16-18. 22
Lectura de la carta
del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma.
Hermanos: La promesa de recibir el mundo en
herencia, hecha a Abraham y a su posteridad, no le fue concedida en virtud de
la Ley, sino por la justicia que procede de la fe. Por eso, la herencia se
obtiene por medio de la fe, a fin de que esa herencia sea gratuita y la promesa
quede asegurada para todos los descendientes de Abraham, no sólo los que lo son
por la Ley, sino también los que lo son por la fe. Porque él es nuestro padre
común, como dice la Escritura: "Te he constituido padre de muchas
naciones". Abraham es nuestro padre a los ojos de aquél en quien creyó: el
Dios que da la vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no
existen. Esperando contra toda esperanza, Abraham creyó y llegó a ser padre de
muchas naciones, como se le había anunciado: "Así será tu
descendencia". Por eso, la fe le fue tenida en cuenta para su
justificación.
Palabra de Dios.
Comentario
Pablo nos presenta a Abrahám como un
modelo para nuestra fe. Creer siempre, a pesar de todo y en cada circunstancia.
Es una entrega total y esperanzada en Dios, sobre quien se apoya toda nuestra
vida.
EVANGELIO
Mt 1, 16. 18-21. 24ª
Evangelio de nuestro
Señor Jesucristo según san Mateo.
Jacob fue padre de José, el esposo de
María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo. Jesucristo fue engendrado
así: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían
vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo,
que era un hombre justo y no quería denunciarla públicamente, resolvió
abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le
apareció en sueños y le dijo: "José, hijo de David, no temas recibir a
María, tu esposa, porque lo que ha sido engendrado en ella proviene del
Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús,
porque él salvará a su pueblo de todos sus pecados". Al despertar, José hizo
lo que el Ángel del Señor le había ordenado.
Palabra del Señor.
Comentario
"Una vez que el ángel calma su
temor, José, convertido en el padre legal del hijo de María, iniciará su misión
e impondrá al futuro recién nacido un nombre, Jesús, cuyo significado resume
toda la nueva revelación que se hará realidad en su vida, muerte y
resurrección: porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Así inicia José su
vocación: encubriendo y protegiendo el misterio del 'Emanuel, Dios con
nosotros', hasta que llegue su hora" (Comentario de La Biblia de Nuestro
Pueblo).
SANTA MISA
IMPOSICIÓN DEL PALIO
Y ENTREGA DEL ANILLO DEL PESCADOR
EN EL SOLEMNE INICIO DEL MINISTERIO PETRINO
DEL OBISPO DE ROMA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Martes 19 de marzo de 2013
Solemnidad de San José
IMPOSICIÓN DEL PALIO
Y ENTREGA DEL ANILLO DEL PESCADOR
EN EL SOLEMNE INICIO DEL MINISTERIO PETRINO
DEL OBISPO DE ROMA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Martes 19 de marzo de 2013
Solemnidad de San José
Doy gracias al Señor por poder
celebrar esta Santa Misa de comienzo del ministerio petrino en la solemnidad de
san José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal: es una
coincidencia muy rica de significado, y es también el onomástico de mi venerado
Predecesor: le estamos cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud.
Saludo con afecto a los
hermanos Cardenales y Obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y
religiosas y a todos los fieles laicos. Agradezco por su presencia a los
representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a los
representantes de la comunidad judía y otras comunidades religiosas. Dirijo un
cordial saludo a los Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones
oficiales de tantos países del mundo y al Cuerpo Diplomático.
Hemos escuchado en el Evangelio
que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su
mujer» (Mt 1,24). En estas
palabras se encierra ya la la misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de
quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia,
como ha señalado el beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a
María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también
custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es
figura y modelo» (Exhort. ap. Redemptoris
Custos, 1).
¿Cómo ejerce José esta
custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia
constante y una fidelidad y total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio
con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años,
acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa,
tanto en los momentos serenos de la vida como los difíciles, en el viaje a
Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el
momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en
el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller
donde enseñó el oficio a Jesús
¿Cómo vive José su vocación
como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a
Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al
propio; y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la
primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la
fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa,
pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque
sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es
más sensible aún a las personas que se le han confiado, sabe cómo leer con
realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las
decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la
llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es
el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida,
para guardar a los demás, salvaguardar la creación.
Pero la vocación de custodiar
no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que
antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la
creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y
como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las
criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente,
el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños,
los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia
de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se
guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el
tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir
con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza,
en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del
hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los
dones de Dios.
Y cuando el hombre falla en
esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los
hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por
desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman
planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.
Quisiera pedir, por favor, a
todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico,
político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos
«custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza,
guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de
destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para
«custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el
odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir entonces
vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde
salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen.
No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.
Y aquí añado entonces una
ulterior anotación: el preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser
vivido con ternura. En los Evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y
valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la
virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de
ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de
amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.
Hoy, junto a la fiesta de San
José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de
Pedro, que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder
a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro
sobre el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta
mis ovejas. Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que
también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese
servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio
humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para
custodiar a todo el Pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la
humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso
que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al
sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado (cf. Mt 25,31-46). Sólo el que sirve con amor
sabe custodiar.
En la segunda Lectura, san
Pablo habla de Abraham, que «apoyado en la esperanza, creyó, contra toda
esperanza» (Rm 4,18).
Apoyado en la esperanza, contra toda esperanza. También hoy, ante tantos
cúmulos de cielo gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros
mismos esperanza. Custodiar la creación, cada hombre y cada mujer, con una
mirada de ternura y de amor; es abrir un resquicio de luz en medio de tantas
nubes; es llevar el calor de la esperanza. Y, para el creyente, para nosotros
los cristianos, como Abraham, como san José, la esperanza que llevamos tiene el
horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo, está fundada sobre la roca
que es Dios.
Custodiar a Jesús con María,
custodiar toda la creación, custodiar a todos, especialmente a los más pobres,
custodiarnos a nosotros mismos; he aquí un servicio que el Obispo de Roma está
llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados, para hacer brillar la
estrella de la esperanza: protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.
Imploro la intercesión de la
Virgen María, de san José, de los Apóstoles san Pedro y san Pablo, de san
Francisco, para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos
vosotros os digo: Orad por mí. Amén.
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