lunes, 1 de octubre de 2012

Homilía de Monseñor Hector Sabatino Cardelli, obispo de San Nicolás en la misa central por el 29º aniversario del acontecimiento Mariano de San Nicolás (25 de septiembre de 2012)

     
      Bienvenidos a este lugar elegido por la Santísima Virgen. Acabamos de escuchar en el Evangelio uno de los elogios más hermosos que el mismo Jesús hizo de su madre: “Ella es mi madre porque escuchó la Palabra y cumplió en su vida la voluntad de Dios. Y mis discípulos son aquellos que siguen el mismo camino”. 

      ¿Cómo podríamos nosotros, queridos bautizados, conocer la voluntad de Dios en nuestra vida? Tal vez sea este conocimiento uno de los más importantes que debiéramos descubrir cada uno de nosotros para poderlo llevar a la práctica. 

      ¿Cómo podemos llevar a la práctica la voluntad de Dios si no la conocemos? ¿Y el conocimiento dónde lo obtenemos? 

      Cómo podemos alcanzar este conocimiento sino es a partir del mismo Dios que nos habla, nos dice quién es y nos explica qué es lo que El quiere de nosotros; para qué nos creó y cuáles son los pasos que debemos dar para poder aplicar en nuestra vida esta enseñanza, que una vez que la descubrimos despierta en nosotros esta adhesión a este maestro inefable que es el mismo Dios en su sabiduría, en su amor, en su palabra. 

      Y así nos habló de múltiples maneras pero mandó a su Hijo –su Palabra– para que se hiciera carne. Y eligió a María, una mujer que le diera la posibilidad al Hijo de Dios de tomar nuestra condición humana. María escuchó este anuncio del Ángel y aunque tenía algunas dudas referidas a este anuncio, termina diciendo “Que se haga en mí tu voluntad. Que se cumpla en mí tu Palabra”, haciendo un acto de profunda disponibilidad no sólo a lo que le proponía Dios sino sobre todo, a la persona de Dios. Una respuesta fiel y de adhesión honda a Dios que la había elegido para encomendarle una misión. 

      Lo escuchó, adhirió a Él. Como decía San Agustín, primero lo concibió en su alma por la fe y después lo concibió en sus entrañas. Y así la Palabra de Dios se hizo carne, habitó entre nosotros, tomó esta condición que tenemos cada uno de nosotros. Fue igual a nosotros menos en el pecado y nos habló, nos transmitió su verdad, nos indicó el camino. El mismo se tituló “Yo soy el Camino. Yo soy la verdad. Yo soy la vida”. Nos indicó las actitudes del alma que debemos tener para acoger esa palabra. Nos comparó con la tierra fértil que acogió esa semilla y produjo el ciento por uno. Ya no era el pedregal ni el borde del camino ni el campo lleno de cizaña. Era la tierra fértil, la apertura, la esponjabilidad a la palabra de Dios. Y entonces esa palabra empieza a calar en nuestra tierra, en nuestro corazón, lo hace fecundo, vivo, lo hace de tal manera capaz que nos transforma nuestro modo de vivir, de pensar, de relacionarnos entre nosotros. Nos enseña a mirarnos a los ojos, a tener confianza, a vivir en fraternidad y en el compartir con el que me está necesitando, a practicar la verdad. No mentirnos, no defraudarnos con la mentira. 

      Nos enseña a ser generosos con el que está necesitando de mí. No de mi dinero específicamente, sí posiblemente mi tiempo, mi delicadeza, mi atención, el reconocimiento de su dignidad, el querer hacer de él y sentirme con él un igual. Que no me interesen las diferencias de orden social, cultural, racial, material… Porque en el otro se refleja Cristo con quien me encuentro, Cristo asume la cara y la condición de cada uno de nosotros. 

      Esa tierra fértil comienza a darle vitalidad a esa semilla que entró en esta tierra y está destinada a dar el fruto el ciento por uno, está destinada a crecer para que en sus ramas se alojen los pájaros del cielo, a fermentar la masa como la levadura, a encender la luz para disipar las tinieblas. 

      Entonces vemos como van desapareciendo los rencores, las rivalidades, las injusticias, las desconfianzas, los abusos de autoridad, el creernos mejores, superiores e infalibles. El estar con el ojo acusador en lugar de la mano tendida; el estar elaborando un juicio en lugar de contar con mi propia realidad y ser conscientes que estamos hechos todos del mismo barro. 

      El no dejar crecer la cizaña de la autosuficiencia, de la que va ahogando la posibilidad que tiene el otro de crecer, la que en definitiva quiere matar a la buena simiente para convertirme a mí también en cizaña. Y esa palabra hecha carne no quedó solamente en una idea, en una enseñanza. Podemos conocer perfectamente la palabra de Dios, todo lo que dijo y todo lo hizo para mí. Pero además Jesús quiso pasar también a transformar nuestra voluntad. Mi carne es verdadera comida. Esa palabra se hizo carne y alimento para mi inteligencia y se hizo fortaleza para mi voluntad. Quien me come vivirá por mí. Mi carne es verdadera comida y verdadera bebida. Y esa carne que ahora Jesús nos ofrece con prodigalidad, se la “mendigó” a María. La necesitaba. Le pidió el consentimiento. Y María le dijo “Sí, hágase en mí lo que has dicho”. María tal vez no entendió en ese momento toda la trascendencia que pasaba en Ella. Tal vez en el Monte Calvario cuando le dijo “Aquí tienes a tu Hijo”. “Ahí tienes a tu Madre”; ahí comenzó a entender que su maternidad se agigantaba a partir de haber dado a luz la cabeza de este cuerpo que es la Iglesia. Nos dio a luz a nosotros que somos la Iglesia. Los miembros que conformamos este cuerpo. Que tenemos la misión de prolongar a Jesucristo, de testimoniarlo, de irradiarlo con nuestra vida. Pero ahí está la maestra, la gestora, la madre, detrás de cada uno de nosotros que le permitió a esa Palabra hablarnos con nuestra lengua y alimentarnos con su cuerpo y sangre. 

      La carne de Cristo es también la carne de María. Y así esa palabra anunciada se convierte en guía cuando la recibimos en la comunión y nos fortalecemos con su carne y con su sangre para decirle que sí a lo que nos propone. Y por eso somos hermanos de Cristo. 

      ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos… Los que cumplen la palabra de Dios y cumplen la voluntad de Dios en su día. 

      Queridos míos, hoy es un día de gracia, de gloria, porque estamos aquí al pie de la Madre y estamos aquí abiertos a Jesucristo. Digámosle que sí a la Palabra. Vamos a comenzar en pocos días el Año de la Fe que nos propuso Benedicto XVI. Vamos a vivir dentro de pocos días también la Beatificación de una Hija de esta Iglesia. María Crescencia, una chica humilde, sencilla, enclaustrada mucho tiempo de su vida enferma, que no trascendió en las noticias oficiales pero que a los ojos de Dios llevaba adelante el cumplimiento de la Voluntad de Dios y era amado. Amar más allá de sus fuerzas físicas, amar más allá de la entrega. Y así como la violeta esparce su perfume sin verse la flor, no fue necesario verla a ella sino aspirar ese perfume de santidad que fluyó de ella a partir del ejercicio del amor cotidiano, personal, en la rutina diaria, amando al enfermo, al moribundo y entregándose por ellos. Un fruto de la Iglesia Argentina, de la provincia de Buenos Aires, de nuestra Diócesis de nuestra Iglesia local, que está allí, expuesto a nuestra admiración. Y como decía Agustín antes de convertirse, viendo el testimonio de los cristianos: “Si estos hombres, si estas mujeres pueden vivir el Evangelio, porqué no lo puedo vivir yo?”. Y esa pregunta lo llevó a la conversión, transformándolo en un santo ejemplar en la vida de la Iglesia. 

      El fruto de María. Estamos aquí, en el lugar que Ella eligió” y dirigiéndose a la multitud, acotó: “Veo banderas de otros lugares –uruguayos, paraguayos– como también compatriotas de las distintas provincias argentinas, que vienen aquí cargados con distintas situaciones de vida –proyectos, alegrías, miedos, inseguridades–. Tal como cuando un hijo visita a su madre, se va renacido, preparado para afrontar la vida, seguir luchando y mirando con confianza el futuro. Porque no desemboca aquí sino que termina en un encuentro definitivo y de amor eterno. Y por eso estamos aquí, habiendo llegado con mucho sacrificio, esperando pacientemente para poder llegar a su imagen; haciendo ofrendas y donaciones para ver cristalizado el Santuario que Ella pidió. Por eso queridos hermanos en la fe, vivamos con una profunda decisión de seguir escuchando la Palabra y aplicándola a nuestra vida, para que como María podamos decir: “He visto maravillas”: Hizo maravillas porque me contagió su vida, me llenó de su alegría y me fortaleció en la tribulación”. 


Mons. Héctor Sabatino Cardelli, obispo de San Nicolás
   
Fuente:  aica.org

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