viernes, 30 de marzo de 2018

La Amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. (Ana Catalina Emmerich). Jesús va a Jerusalén.

Por la mañana, mientras los dos Apóstoles se ocupaban en Jerusalén en hacer los preparativos de la Pascua, Jesús, que se había quedado en Betania, hizo una despedida tierna a las Santas mujeres, a Lázaro y a su madre. Yo vi al Señor hablar solo con su madre; le dijo entre otras cosas, que había enviado a Pedro, el Apóstol de la fe, y a Juan, el Apóstol del amor, para preparar la Pascua en Jerusalén. Dijo de Magdalena, cuyo dolor era muy violento, que su amor era grande, pero que todavía era un poco según la carne, y que por este motivo el dolor la ponía fuera de sí. Hablo también del proyecto de Judas, y la Virgen Santísima rogó por él. 

Judas había ido otra vez de Betania a Jerusalén con pretexto de hacer un pago. Corrió todo el día a casa de los fariseos y arregló la venta con ellos. Le enseñaron los soldados encargados de arrestar a Jesús. Calculó sus idas y venidas de modo que pudiera explicar su ausencia. Volvió al lado del Señor poco antes de la Cena. Yo he visto todas sus tramas y todos sus pensamientos. Era activo y servicial, pero lleno de avaricia, de ambición y de envidia y no combatía estas pasiones. Había hecho milagros y curado enfermos en la ausencia de Jesús. Cuando el Señor anunció a la Virgen lo que le iba a suceder ella le pidió de la manera más tierna que la dejase morir con él. Pero él le recomendó que tuviera más resignación que las otras mujeres; le dijo también que resucitaría, y el sitio donde se le aparecería; ella no lloró mucho, pero estaba sumamente triste, en un recogimiento que tenía algo de espantoso. El Señor le dio las gracias como un hijo piadoso del amor que le tenía y la estrechó contra su corazón. Le dijo también que haría espiritualmente la cena con ella y le designó la hora en que la recibiría. Se despidió otra vez de todos y dió diversas instrucciones.

Jesús y los Apóstoles salieron a las doce de Betania para Jerusalén, le seguían siete discípulos que eran de Jerusalén y de sus contornos, excepto Natanael y Silas.  Entre ellos estaban Juan y Marcos, el hijo de la pobre viuda, que el jueves anterior había ofrecido su último dinero en el Templo mientras Jesús enseñaba. Jesús le tenía consigo desde hacía pocos días. Las Santas mujeres salieron más tarde.

Jesús y los que le seguían andaban acá y allá al pie del Monte de los Olivos en el valle de Josafat y hasta el Calvario. En el camino no cesaba de instruirlos. Dijo entre otras cosas a los Apóstoles, que hasta entonces les había dado pan y vino, pero que hoy quería darles su carne y su sangre, y que les dejaría todo lo que tenía. Decía esto el Señor con una expresión tan dulce en su cara, que su alma parecía salirse por todas partes, y que se deshacía en amor esperando el momento de darse a los hombres. Sus discípulos no lo comprendieron, creyeron que hablaba del cordero pascual. No se puede expresar todo el amor y toda la resignación que encierran los últimos discursos que pronunció en Betania y aquí.

Los siete discípulos que habían seguido al Señor a Jerusalén no anduvieron este camino con él; fueron a llevar al Cenáculo los vestidos de ceremonia para la Pascua y volvieron a casa de María, madre de Marcos. Cuando Pedro y Juan vinieron al Cenáculo, con el Cáliz, todos los vestidos de ceremonia estaban ya en el vestíbulo, a dónde los discípulos y algunos otros los habían llevado. Habían cubierto también de colgaduras las paredes desnudas de la sala, abierto las ventanas de arriba y preparado tres lámparas colgadas. En seguida, Pedro y Juan fueron al valle de Josafat y llamaron al Señor y a los nueve Apóstoles. Los  discípulos y los amigos que debían hacer la Pascua en el Cenáculo vinieron más tarde.