Del libro "La imitación de Cristo". Libro IV. Capítulo 8.
Palabra del amado
1. Así como yo, con los brazos abiertos y con el cuerpo desnudo sobre la cruz, me ofrecí espontáneamente a Dios Padre por tus pecados de modo que nada quedó en mí que no fuera del todo transformado en oblación para reconciliarte con Dios, de la misma manera debes tú también, desde lo más íntimo del corazón, ofrecerte voluntariamente a mí todos los días en la Misa, como ofrenda pura y santa, con todas tus fuerzas y todos tus afectos.
¿Qué más puedo yo desear de tí, sino que te esfuerces en ofrecerte a mí enteramente? Cualquier cosa que me regales, fuera de tí, no la tomo en consideración, ya que yo no busco tus dádivas sino a tu persona.
2. Así como sin mí no podrían satisfacerte todos los bienes, así también a mí no pueden agradarme tus dones si, con ellos, no te entregas a tí mismo.
Ofrécete a mí y date todo por Dios y tu sacrificio me será agradable. Yo me ofrecí todo entero al Padre por tí y hasta te di todo mi cuerpo y toda mi sangre en alimento para poder ser todo tuyo y para que fueras tú todo mío.
Pero si tú te quedas encerrado en tí mismo, sin donarte espontáneamente como es mi voluntad, tu ofrenda no sería completa y nuestra unión no sería perfecta.
Por eso, si quieres alcanzar la libertad y la gracia, todas tus obras deben ir precedidas del voluntario sacrificio de tu persona a Dios. Y si los hombres son hoy tan poco iluminados e interiormente libres es porque son escasos los que saben renegar totalmente de sí mismos.
Quedan, pues, inmutables mis palabras: El que de vosotros no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo (Lc. 14, 33). Sí tú, por lo tanto, optas por ser mi discípulo, entrégate a mí todo entero con todos tus afectos.
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