La indiscutible paz es
don de Dios
Durante
la Última Cena, en la intimidad, Jesús reveló a los suyos que moriría,
resucitaría, que se iría y volvería; y que además estaría presente con ellos
hasta el fin del mundo. En el cierre de la velada, les regaló la paz, Shalom,
en hebreo, una palabra muy utilizada y conocida en su tiempo. Era el saludo
cotidiano , la expresión de un buen deseo y bendición, era la esperanza del
pueblo que vivía tiempos de tiranías. Esta palabra evoca también a varios
personajes históricos: Gedeón, Salomón, Isaías y al libro de la Sabiduría, por
varios motivos. Gedeón había levantado un altar a “Yahvé Shalom”, es decir,
“Yahvé de la paz”. Salomón era el rey ideal del Antiguo Testamento, y lo
llamaban “el pacífico”. Isaías había anunciado la venida de un mesías de paz. El
libro de la Sabiduría añadió un contenido nuevo a la Palabra: “las almas de los
justos descansan en paz”. Cuando Jesús comunicaba la paz a sus discípulos,
encontraba en ellos un eco muy profundo; no como hoy, que la palabra choca con
una cultura simplificadora que contrapone la paz a la guerra. En nuestro
lenguaje, la paz significa una situación tranquila, ordenada, y a veces no se
distingue entre una paz impuesta –fruto de tratados–, y el don de la paz
interior de las personas, de las familias, de los grupos y de las comunidades.
La paz como ausencia de guerra y de conflictos, es muy frágil. De hecho, se
rompe fácilmente por venganza, viejos rencores, guerras y violencia. Vivimos en
un mundo de exigencias, tensiones, violencia e imposiciones. En nuestro tiempo,
la paz es realmente escasa, y las enfermedades del alma –estrés, neurosis,
depresiones y miedos– abundan. La paz de Cristo es el fruto de su presencia en
nosotros porque su gracia recompone el orden interior de nuestra persona. No
nos soluciona los problemas, ni nuestros límites se borran, pero con él
presente, nada nos atemoriza.
P.
Aderico Dolzani, ssp.
PRIMERA
LECTURA
Hech
15, 1-2. 22-29
Lectura
de los Hechos de los apóstoles.
Algunas
personas venidas de Judea a Antioquía enseñaban a los hermanos que si no se
hacían circuncidar según el rito establecido por Moisés, no podían salvarse. A
raíz de esto, se produjo una agitación: Pablo y Bernabé discutieron vivamente
con ellos, y por fin, se decidió que ambos, junto con algunos otros, subieran a
Jerusalén para tratar esta cuestión con los Apóstoles y los presbíteros.
Entonces los Apóstoles, los presbíteros y la Iglesia entera, decidieron elegir
a algunos de ellos y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a
Judas, llamado Barsabás, y a Silas, hombres eminentes entre los hermanos, y les
encomendaron llevar la siguiente carta: "Los Apóstoles y los presbíteros
saludamos fraternalmente a los hermanos de origen pagano, que están en
Antioquía, en Siria y en Cilicia. Habiéndonos enterado de que algunos de los
nuestros, sin mandato de nuestra parte, han sembrado entre ustedes la inquietud
y provocado el desconcierto, hemos decidido de común acuerdo elegir a unos
delegados y enviárselos junto con nuestros queridos Bernabé y Pablo, los cuales
han consagrado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso les
enviamos a Judas y a Silas, quienes les transmitirán de viva voz este mismo
mensaje. El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles
ninguna carga más que las indispensables, a saber: que se abstengan de la carne
inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales muertos sin
desangrar y de las uniones ilegales. Harán bien en cumplir todo esto.
Adiós".
Palabra
de Dios.
SALMO
Sal
66, 2-3. 5-6. 8
A
Dios den gracias los pueblos, alaben los pueblos a Dios. O bien: Aleluya.
El
Señor tenga piedad y nos bendiga,
haga brillar su rostro sobre nosotros,
para
que en la tierra se reconozca su dominio,
y su victoria entre las naciones.
Que
todos los pueblos te den gracias.
Que canten de alegría las naciones,
porque
gobiernas a los pueblos con justicia
y guías a las naciones de la tierra.
¡Que
los pueblos te den gracias, Señor,
que todos los pueblos te den gracias!
Que
Dios nos bendiga,
y lo teman todos los confines de la tierra.
SEGUNDA
LECTURA
Apoc
21, 10-14. 22-23
Lectura
del libro del Apocalipsis.
El
Ángel me llevó en espíritu a una montaña de enorme altura, y me mostró la
Ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios. La gloria de
Dios estaba en ella y resplandecía como la más preciosa de, las perlas, como
una piedra de jaspe cristalino. Estaba rodeada por una muralla de gran altura
que tenía doce puertas: sobre ellas había doce ángeles y estaban escritos los
nombres de las doce tribus de Israel. Tres puertas miraban al este, otras tres
al norte, tres al sur, y tres al oeste. La muralla de la Ciudad se asentaba
sobre doce cimientos, y cada uno de ellos tenía el nombre de uno de los doce
Apóstoles del Cordero. No vi ningún templo en la Ciudad, porque su Templo es el
Señor Dios todopoderoso y el Cordero. Y la Ciudad no necesita la luz del sol ni
de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero.
Palabra
de Dios.
EVANGELIO
Jn
14, 23-29
Evangelio
de nuestro Señor Jesucristo según san Juan.
Durante
la última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: El que me ama será fiel a mi
palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama
no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre
que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el
Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará
todo y les recordará lo que les he dicho. Les dejo la paz, les doy mi paz, pero
no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman! Me han oído decir: "Me
voy y volveré a ustedes". Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto
al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Les he dicho esto antes que
suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.
Palabra
del Señor.
SANTA MISA CON OCASIÓN DE LA JORNADA DE LAS COFRADÍAS
Y DE LA PIEDAD POPULAR
Y DE LA PIEDAD POPULAR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
VI Domingo de Pascua, 5 de mayo de 2013
VI Domingo de Pascua, 5 de mayo de 2013
En el camino del Año de la Fe, me alegra celebrar esta Eucaristía dedicada de manera especial a las Hermandades, una realidad tradicional en la Iglesia que ha vivido en los últimos tiempos una renovación y un redescubrimiento. Os saludo a todos con afecto, en especial a las Hermandades que han venido de diversas partes del mundo. Gracias por vuestra presencia y vuestro testimonio.
1. Hemos escuchado en el Evangelio un pasaje de los sermones de despedida de Jesús, que el evangelista Juan nos ha dejado en el contexto de la Última Cena. Jesús confía a los Apóstoles sus últimas recomendaciones antes de dejarles, como un testamento espiritual. El texto de hoy insiste en que la fe cristiana está toda ella centrada en la relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Quien ama al Señor Jesús, acoge en sí a Él y al Padre, y gracias al Espíritu Santo acoge en su corazón y en su propia vida el Evangelio. Aquí se indica el centro del que todo debe iniciar, y al que todo debe conducir: amar a Dios, ser discípulos de Cristo viviendo el Evangelio. Dirigiéndose a vosotros, Benedicto XVI ha usado esta palabra: «evangelicidad». Queridas Hermandades, la piedad popular, de la que sois una manifestación importante, es un tesoro que tiene la Iglesia, y que los obispos latinoamericanos han definido de manera significativa como una espiritualidad, una mística, que es un «espacio de encuentro con Jesucristo». Acudid siempre a Cristo, fuente inagotable, reforzad vuestra fe, cuidando la formación espiritual, la oración personal y comunitaria, la liturgia. A lo largo de los siglos, las Hermandades han sido fragua de santidad de muchos que han vivido con sencillez una relación intensa con el Señor. Caminad con decisión hacia la santidad; no os conforméis con una vida cristiana mediocre, sino que vuestra pertenencia sea un estímulo, ante todo para vosotros, para amar más a Jesucristo.
2. También el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado nos habla de lo que es esencial. En la Iglesia naciente fue necesario inmediatamente discernir lo que era esencial para ser cristianos, para seguir a Cristo, y lo que no lo era. Los Apóstoles y los ancianos tuvieron una reunión importante en Jerusalén, un primer «concilio» sobre este tema, a causa de los problemas que habían surgido después de que el Evangelio hubiera sido predicado a los gentiles, a los no judíos. Fue una ocasión providencial para comprender mejor qué es lo esencial, es decir, creer en Jesucristo, muerto y resucitado por nuestros pecados, y amarse unos a otros como Él nos ha amado. Pero notad cómo las dificultades no se superaron fuera, sino dentro de la Iglesia. Y aquí entra un segundo elemento que quisiera recordaros, como hizo Benedicto XVI: la «eclesialidad». La piedad popular es una senda que lleva a lo esencial si se vive en la Iglesia, en comunión profunda con vuestros Pastores. Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia os quiere. Sed una presencia activa en la comunidad, como células vivas, piedras vivas. Los obispos latinoamericanos han dicho que la piedad popular, de la que sois una expresión es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia» (Documento de Aparecida, 264). ¡Esto es hermoso! Una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia. Amad a la Iglesia. Dejaos guiar por ella. En las parroquias, en las diócesis, sed un verdadero pulmón de fe y de vida cristiana, aire fresco. Veo en esta plaza una gran variedad antes de paraguas y ahora de colores y de signos. Así es la Iglesia: una gran riqueza y variedad de expresiones en las que todo se reconduce a la unidad, la variedad reconducida a la unidad y la unidad es encuentro con Cristo.
3. Quisiera añadir una tercera palabra que os debe caracterizar: «misionariedad». Tenéis una misión específica e importante, que es mantener viva la relación entre la fe y las culturas de los pueblos a los que pertenecéis, y lo hacéis a través de la piedad popular. Cuando, por ejemplo, lleváis en procesión el crucifijo con tanta veneración y tanto amor al Señor, no hacéis únicamente un gesto externo; indicáis la centralidad del Misterio Pascual del Señor, de su Pasión, Muerte y Resurrección, que nos ha redimido; e indicáis, primero a vosotros mismos y también a la comunidad, que es necesario seguir a Cristo en el camino concreto de la vida para que nos transforme. Del mismo modo, cuando manifestáis la profunda devoción a la Virgen María, señaláis al más alto logro de la existencia cristiana, a Aquella que por su fe y su obediencia a la voluntad de Dios, así como por la meditación de las palabras y las obras de Jesús, es la perfecta discípula del Señor (cf. Lumen gentium, 53). Esta fe, que nace de la escucha de la Palabra de Dios, vosotros la manifestáis en formas que incluyen los sentidos, los afectos, los símbolos de las diferentes culturas... Y, haciéndolo así, ayudáis a transmitirla a la gente, y especialmente a los sencillos, a los que Jesús llama en el Evangelio «los pequeños». En efecto, «el caminar juntos hacia los santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto evangelizador» (Documento de Aparecida, 264). Cuando vais a los santuarios, cuando lleváis a la familia, a vuestros hijos, hacéis una verdadera obra evangelizadora. Es necesario seguir por este camino. Sed también vosotros auténticos evangelizadores. Que vuestras iniciativas sean «puentes», senderos para llevar a Cristo, para caminar con Él. Y, con este espíritu, estad siempre atentos a la caridad. Cada cristiano y cada comunidad es misionera en la medida en que lleva y vive el Evangelio, y da testimonio del amor de Dios por todos, especialmente por quien se encuentra en dificultad. Sed misioneros del amor y de la ternura de Dios. Sed misioneros de la misericordia de Dios, que siempre nos perdona, nos espera siempre y nos ama tanto.
Autenticidad evangélica, eclesialidad, ardor misionero. Tres palabras, no las olvidéis: Autenticidad evangélica, eclesialidad, ardor misionero. Pidamos al Señor que oriente siempre nuestra mente y nuestro corazón hacia Él, como piedras vivas de la Iglesia, para que todas nuestras actividades, toda nuestra vida cristiana, sea un testimonio luminoso de su misericordia y de su amor. Así caminaremos hacia la meta de nuestra peregrinación terrena, hacia ese santuario tan hermoso, hacia la Jerusalén del cielo. Allí ya no hay ningún templo: Dios mismo y el Cordero son su templo; y la luz del sol y la luna ceden su puesto a la gloria del Altísimo. Que así sea.
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