martes, 29 de noviembre de 2011

Mensaje de la Reina de la Paz 25-10-11


      ¡Queridos hijos! Los miro y en sus corazones

no veo alegría. Hoy deseo darles la alegría del 

Resucitado para que Él los guíe y los abrace con su 

amor y con su ternura. 

Los amo y oro continuamente por su conversión 

ante mi Hijo Jesús. ¡Gracias por haber respondido a 

mi llamado!


Comentario

No podemos negar que muchas son las razones que encontramos en la vida para no tener esa alegría del corazón, a la que alude nuestra Madre en este mensaje.
         Comprobamos y comprendemos que hay motivos de sobra para oscurecer o quitar la alegría de una persona. ¡Cuántas preocupaciones se padecen por situaciones estrictamente personales y cuántas angustias y tristezas también se sufren por causas externas, de las que las personas no pueden deshacerse! 
         El origen de esta falta de alegría, que a veces puede derivar en depresión, debe buscarse en el distanciamiento de Dios o de quien la padece o del entorno en el que vive. Se pierde la alegría sea por el pecado propio sea por las consecuencias del ajeno. 
         Son muchos, sobre todo en las nuevas generaciones, quienes experimentan un constante vacío existencial y ello se manifiesta en la pérdida del gusto por la vida.
         Recientemente, le escuché a un sacerdote -fundador de una fraternidad cuyo centro es Cristo Eucaristía y que acoge a jóvenes con severos problemas de droga, alcohol, depresión- contar acerca de uno de aquellos jóvenes a quien había asistido hasta su fallecimiento. Antes de morir le decía el joven con mucha paz: “muero vivo”. Toda su vida había estado en la droga, en todo tipo de vicio y pecado, era consciente que había vivido muerto y ahora, que moría, moría vivo porque había conocido a Jesús. Había este muchacho encontrado al Salvador y la muerte física era ya para él el paso a la vida, a la vida plena de felicidad junto a su Señor y Redentor. 
         El distanciamiento de Dios, vivir como si Él no existiese, con una vida en situación de constante pecado provoca primero tristeza y lleva luego a la desesperación. 
         La falta de alegría consecuencia del pecado se extiende a otros porque es parte del mal, que se agranda como mancha de aceite sobre el agua. Es el caso, por ejemplo de padres que ven al hijo ir por rumbos de perdición. La situación se vuelve mucho más dramática cuando no son personas de fe y al sentirse impotentes no saben qué hacer, a quién recurrir para rescatar al hijo y volverlo al camino de la vida. 


         Invade la tristeza ante la pérdida de una persona y también de un bien. La falta de estímulos vitales, los acontecimientos nefastos que hay que sufrir sin tener responsabilidad directa alguna, son también causas de pérdida de alegría. 
         Quien conserva aún altos valores morales y ve señorear a la corrupción en la sociedad, ve que la demagogia sustituye a la recta razón, a la verdad, a la equidad, acaba por sumirse en profunda amargura. 
         Cuando se vive en la inseguridad física, moral, jurídica, existencial y en la impunidad de los engañadores públicos; cuando se premian a los deshonestos e incapaces y los mejores deben emigrar de su país o de su profesión; cuando todo eso ocurre, aunque se ignoren las causas, la vida en tal clima ensombrece el espíritu. 
         Acaso más de una vez no estuvimos tentados de exclamar: ¡Cómo no perder la alegría al ver destruido el futuro de las nuevas generaciones y saber que son engañadas y usadas, y cuando los pobres son objeto de demagogia y les son robados a Cristo! 
         Se pierde la alegría cuando se ven esfumarse los esfuerzos de una vida de trabajo; cuando no hay certeza económica alguna para asegurar una vida digna en lo esencial. 
         No es el caso de hacer una descripción de las distintas crisis que aquejan al mundo pero sí de saber que la causa primera es el alejamiento de Dios de parte de las personas, de gobernantes y de las sociedades en su conjunto. 

         ¡Vaya entonces si hay motivos para perder la alegría! ¿Cómo se hace para estar alegres? 

         Todo esto y mucho más de lo que nosotros podamos ver no lo ignora la Santísima Virgen. Es por eso que nuestra Santísima Madre no nos está exhortando a estar alegres, porque en ese caso, si dependiese de nuestra voluntad, sería simple voluntarismo. A la voluntad humana le es imposible, por sí sola, alcanzar la paz, la felicidad y el verdadero amor. 
         Lo que nos está diciendo en este mensaje es otra cosa: Ella viene a traernos la gracia de la alegría, viene a incitarnos a que acojamos ese don y cooperemos, con nuestra voluntad, a que la alegría plante su morada en nuestros corazones. Viene a decirnos que a pesar de todos los motivos que tengamos para estar preocupados, o tristes o amargados, el amor de Dios es más fuerte. Más fuerte que esas muertes del corazón. Que con Dios se puede porque es su gracia -de la que es intercesora y portadora la Madre de Dios- la que realiza el prodigio. 

         La alegría es aquella que viene de la fe y de la esperanza puesta en el amor de Dios que nunca nos abandona. Y esa fe y esa esperanza y el amor, que siempre debemos dar, primero, a Dios y a los hermanos, son virtudes que proceden de Dios (las llamadas virtudes teologales). Es Él quien las infunde en el alma para darnos esas fuerzas con las cuales alcanzar lo que de otro modo, por nuestra naturaleza humana, no podríamos. 
         Es esa fe que, en medio de grandes tribulaciones, le hace decir a san Pablo quenada, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro ni la espada nos pueden apartar del amor de Cristo. Saberse amado por Cristo es el motivo de su paz y de su alegría. 

         Nuestra alegría no tiene como objeto el mundo sino el sabernos amados por el Señor. Ésa y no otra es la alegría que viene a traernos la Virgen como gracia: la certeza que el amor de su Hijo nos dará la fuerza para sonreír y soportar las adversidades; la certeza que Él es el Buen Pastor que nos conduce a fuentes tranquilas; la certeza que Jesucristo, como lo había prometido, permanece con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo. 
         Es la alegría del encuentro con el Señor al que nos lleva su Madre. Encuentro que acontece en cada Eucaristía, por medio de la comunión sacramental y de la adoración. Es la alegría que recibimos y recuperamos, por la misericordia de Cristo, en el perdón de cada confesión. Es la alegría de la intimidad con la Palabra (Cristo es la Palabra) leída, meditada, rumiada, orada y hecha vida en cada episodio y enseñanza del Evangelio. Es la alegría de saberse Iglesia y de tener esta Madre que tanto nos ama. 

         La alegría que nos trae la Madre de Dios, es también la alegría de la esperanza. Cuando oscurece sobre el mundo, cuando las tinieblas llegan hasta nuestras puertas, la esperanza en Cristo nos dice que detrás de la noche más negra despunta el nuevo día, el Día del Señor. 

         Antes como ahora, la Santísima Virgen está en la cruz y más allá de la cruz: en la Resurrección, en la victoria absoluta y definitiva de su Hijo. Por eso, la alegría es la del Resucitado que es quien por amor venció nuestra muerte. 

P. Justo Antonio Lofeudo
www.mensajerosdelareinadelapaz.org

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