miércoles, 30 de noviembre de 2011

Mensaje de María Reina de la Paz 2-11-11



       Cada día 2 del mes, nuestra Madre, la Virgen María, da un mensaje especial al mundo para los que ella llama "mis hijos que no conocen el amor de Dios". Concretamente para todos aquellos que no creen en Dios ni aceptan a Cristo como su Salvador. 


      Queridos hijos, el Padre no los abandona a merced de ustedes mismos. Su Amor es inconmensurable, amor que me conduce a ustedes para ayudarlos a conocerlo para que todos, por medio de mi Hijo, puedan llamarlo con todo el corazón "Padre", y para que puedan ser un pueblo en la familia de Dios. Pero, hijos míos, no olviden que ustedes no están en este mundo sólo para ustedes, y que yo no los estoy llamando aquí sólo para su único beneficio. Los que siguen a mi Hijo piensan en el hermano en Cristo como si se tratase de ellos mismos y no conocen el egoísmo. Por eso, deseo que ustedes sean la luz de mi Hijo, que ustedes iluminen el camino a todos aquellos que no han conocido al Padre, a todos aquellos que deambulan en la tiniebla del pecado, de la desesperación, del dolor y de la soledad, y que con su vida les muestren a ellos el amor de Dios. Estoy con ustedes. Si abren sus corazones los guiaré. Nuevamente los invito a que oren por sus pastores. Gracias.


Comentario


         La pregunta que, dentro de la Iglesia más que fuera de ella, algunos se hacen es: “¿Cómo puede ser que la Virgen venga durante tanto tiempo y repita casi las mismas cosas?”, es un cuestionamiento que parte de la incredulidad o del escepticismo. Quienes, en cambio, desde la fe en estas apariciones, se preguntan “¿Por qué la Santísima Virgen tiene necesidad de aparecer durante tanto tiempo?”, tienen la respuesta en este mensaje que, bien mirado, condensa la historia de la salvación y nuestro propio tiempo. 

Dios no abandona al hombre. Historia de la Salvación. 

         La historia de la salvación es la historia de amor de Dios por la humanidad y por cada hombre en particular. En la plenitud de los tiempos –como dice san Pablo en Gálatas-, es decir cuando el tiempo de la historia del hombre era ya maduro, el Padre envía al Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley (Cf. Gal 4:4). Envía al Hijo al pueblo que dos milenios antes se había escogido y separado para Él, y fue formando por medio de patriarcas y de profetas. Es el pueblo hebreo al que Dios le da la Ley por medio de Moisés, y al que no abandona a pesar de todas las infidelidades cometidas a lo largo de los siglos. Si el pueblo fue infiel Dios es eternamente fiel a su Alianza. Por ello, después de cada apostasía y de cada corrección vuelve Dios a comenzar con un pequeño resto que le ha permanecido fiel. 
         
“Nació de mujer”, dice el Apóstol. El Hijo eterno del Padre asume la humanidad de una joven doncella de aquel pueblo fiel a la Alianza, a la Ley, a su Dios. Es de María que el Hijo recibe no sólo la carne sino el calor, las enseñanzas e instrucción, los cuidados de madre, y que –se puede decir- crece con Él porque ella atesoraba todo en su corazón. “Todo” era lo que ella vivía, desde la concepción de aquel Hijo, a lo largo de toda su vida junto a su Jesús. Todo lo que meditaba y guardaba en el corazón era mucho de lo que por su fe superaba a lo que la razón no alcanzaba a comprender. 
         
El Hijo vino al mundo para que el mundo se salve. En el plan divino el pueblo judío, aceptando a su Mesías, debía ser el instrumento de salvación de la humanidad. “La salvación viene por los judíos”, le había dicho el Señor a la samaritana. 
         
Jesús comenzó su vida pública llamando a los suyos a la conversión a Dios, mientras apoyaba sus enseñanzas en signos y prodigios, que siglos antes habían sido profetizados como propios del Mesías de Israel. “Anunció la salvación a los pobres, la liberación a los oprimidos y a los afligidos el consuelo”. 
         
Al principio muchos judíos lo reconocieron como el Mesías que debía venir, pero luego, incitados por las autoridades religiosas y por la idea equivocada que tenían de un salvador victorioso, acabaron negándolo. Y nuevamente, sólo un pequeño resto fue fiel. Aunque por miedo, muchos lo abandonaron en el momento de su Pasión. Sólo lo acompañaron su Madre, las mujeres, algunas de las cuales lo seguían desde Galilea, y el discípulo amado del Señor.
         Jesús cumplió su obra de salvación muriendo en la cruz, voluntariamente aceptada porque ese era el designio del Padre. Resucitando destruyó la muerte y nos dio nueva vida.
         La noche antes de su Pasión, fundó la Iglesia al dejarnos la Eucaristía y el sacerdocio.
         La Iglesia nace el Jueves Santo anticipando sacramentalmente el sacrificio redentor del Viernes Santo. 
         
Resucitado envió a sus apóstoles a todo el mundo a proclamar el Evangelio de salvación y a bautizar a las naciones y, como lo había prometido, les dio en Pentecostés, el Espíritu Santo, la fuerza para llevar a cabo la misión y para santificar todas las cosas.
         Así nació la Iglesia de Cristo, y nació con Pedro como cabeza. Aquellos apóstoles, aquellos pastores y los que los sucedieron enseñaron la verdad de la salvación hasta dar el testimonio de sus propias vidas. 
         
Y bautizaron, y perdonaron, y dieron el alimento de vida eterna en cada Eucaristía, y enseñaron la verdadera doctrina contenida en la Palabra y combatieron las herejías, mientras el Espíritu Santo les iba guiando hasta la verdad completa. 
         
Aquellos apóstoles ordenaron nuevos obispos y nuevos presbíteros, iniciando la sucesión de ordenaciones que en dos mil años jamás ha cesado.
         Dios no abandona al hombre. De aquellos inicios la Iglesia se expande por el mundo mostrando su catolicidad, porque en todas partes es misma la enseñanza, mismos los sacramentos, misma la fe, misma la moral. 


La figura de la Santísima Virgen. Su misión. 

         
En la Iglesia fundada por Cristo la Santísima Virgen ocupa un lugar único y de privilegio absoluto, el cual se ha ido manifestando cada vez con mayor claridad en el correr de los siglos. La devoción a María y el acudir a su auxilio datan ya del primer siglo de la cristiandad.
         En el momento de la hora culminante de la cruz, María, inmaculada en su concepción, libre del pecado original, purísima, participa -con la plenitud de su pureza, con la plenitud de su maternidad, con la plenitud de su dolor entregado al Padre-, de una manera única y sublime, de la misma Pasión Redentora del Hijo. Ella com-padece (padece con) Jesús en la única cruz y es allí, en el Gólgota, donde recibe, de su mismo Hijo y Señor, la misión.
         “Mujer, he ahí a tu hijo”, son las palabras que abre el corazón de la Madre a la maternidad universal. 
         
Jesús, Supremo y Eterno Sacerdote, ofrece su sacrificio al Padre para la justificación de nosotros, pobres pecadores, y al mismo tiempo da su Madre a los hombres como Madre y a Ella todos los hombres como hijos. En aquella hora parte la obra corredentora de la Madre.
         Parte en aquella hora, pero es ahora cuando la obra de la corredención, o sea de co-operar, obrar junto a la obra única de salvación de Cristo, llega a su culminación. 
         
Aquí está la respuesta del porqué la Santísima Virgen es enviada en este tiempo como nunca antes, del porqué de su larga permanencia entre nosotros y de sus reiterados pedidos.
         Este tiempo no es igual a los otros de la historia. Éste es el tiempo de la apostasía, de la pérdida de la fe católica, de la rebelión, contra Dios y su Mesías, de aquellos que una vez fueran cristianos. 
         
Dios no nos abandona a nuestra suerte y después que la obra de salvación en el mundo se llevase a la plenitud, habiendo el mundo renegado de Dios, envía ahora a la Virgen Inmaculada. 
         
La Enviada viene a recordarnos que Dios nos ama y quiere nuestra salvación. Sabe que entre la voluntad de Dios y nuestra propia salvación media nuestra libertad. Somos libres de elegir entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre Dios y la condena eterna.
         Viene, entonces, a decirnos que quien ordena su voluntad a la gracia se salva y se convierte en instrumento de salvación para otros. Quien en cambio la rechaza se condena y puede condenarse para la eternidad. Su venida también nos recuerda que la salvación de las almas es la obra principal de la Iglesia , y nos recuerda (como ya lo hiciera en Fátima) lo que parece hemos olvidado y suele estar ausente en las prédicas: las realidades últimas, que así como existe un Cielo, existen también un Purgatorio y un Infierno. Viene a que retornemos a las prioridades, a la primacía de la oración y la importancia del sacrificio, al punto que con oración y ayuno –nos ha dicho- se alejan las guerras. Nos recuerda, en tiempos en que los sacramentos son banalizados, que ellos son medios insustituibles de salvación. Nos pide que nos enamoremos de Jesús en la Eucaristía, que lo adoremos sin interrupción, día y noche, que participemos de la Misa más allá de lo preceptivo, que nos confesemos asiduamente. 

Los pastores de la Iglesia 

         
La Virgen viene cuando muchos hombres de la Iglesia callan o son amordazados.
         Por cierto, la apostasía, el relativismo moral y doctrinal en el mundo es de tal magnitud hoy que la Iglesia, cuando se apoya en el solo esfuerzo y voluntad humanos, no llega a hacerle frente y es ahogada en lo mejor de sus intenciones. Los medios masivos de comunicación mienten, tergiversan, exageran todo lo que es crítica, atacan la verdad de la fe, se burlan de ella y de las devociones y elogian toda supuesta obra teológica y todo autoproclamado teólogo que eche por tierra la enseñanza del Magisterio y que denigre la figura del Señor, de sus santos, de la verdad. Sobre todo desde hace unas décadas, junto a una mala y falsa teología, se ha desarrollado una literatura bastarda que tiene como objetivo la destrucción de la Iglesia y la creación de un clima de aversión hacia el Papado, los sacerdotes, las distintas realidades eclesiales. También por estas pérfidas influencias y, hay que decirlo, no raras veces por culpa de los pastores, muchos fieles han perdido el respeto por sus sacerdotes y la jerarquía y los critican acerba y abiertamente. 
         
La situación es particularmente agravada en el ámbito educativo con la invasión de los gobiernos en la enseñanza y formación de niños y jóvenes y la legislación que apuntan a cancelar a Dios de la vida por medio de la destrucción de la religión y la moral cristiana e implantación de los que llaman nuevos paradigmas (temas de sexualidad, de familia, patria potestad, etc.).
         Al mismo tiempo, en este panorama desolador, concurre el hecho que hay quienes han cambiado la unción sacerdotal por un empleo como cualquier otro, y los deplorables escándalos que tanto nos indignan como entristecen. 
         
Nuestra Santísima Madre ha dicho en otro mensaje -en el que también pedía rezar por los pastores- que junto a ellos ha de triunfar. 
         
Los pastores de la Iglesia son aquellos que han recibido el ministerio de Cristo mismo por la unción del Espíritu Santo. Por eso, deben ellos arder del celo del Señor y por la salvación de las almas. Deben proclamar a tiempo y destiempo que uno es el Salvador, Jesucristo, y Él debe ser conocido, amado, adorado. 
         
Un gravísimo daño de esta época es haber cambiado el celo en el anuncio de salvación por una propuesta, la fuerza y la provocación de la proclamación evangélica por una promoción de valores evangélicos. Hasta en algunas partes se ha llegado a proponer la fe al consenso y se ha hecho general la idea de confundir la misma salvación con el bienestar material. 
         
Es un grave error que implica un grave mal oponer el hambre físico al hambre espiritual. Lamentablemente no son pocos quienes en la opción fundamental de la Iglesia por los pobres lo traducen simplemente como una categoría sociológica y hasta política. El pobre no es sólo quien no tiene techo ni qué comer sino también el que está sumido en la miseria espiritual. Muchas veces ambas realidades coinciden pero la segunda, la miseria espiritual, es mucho más amplia que la otra. Cuando existen esos prejuicios y confusión se establece la falsa prioridad de satisfacer necesidades materiales antes que las espirituales y no, como debe ser, ambas a la vez. Se las opone, para relegar y acabar no dando el alimento espiritual.
Quien tiene hambre y padece frío y vive en la calle necesita tanto comida y abrigo como saberse amado por Dios, saber que hay un Dios que se hizo hombre, que lo ama de amor eterno y que se sacrificó por él. 
         
Ciertamente, para llevar a Cristo al otro debo tenerlo y lo tengo por mi oración y mi conducta. Si no tengo a Cristo en mí no puedo darlo a los demás. Así como tampoco puedo dar amor, ni llevar paz, ni esperanza ni luz si antes no la recibo de Dios. Y lo recibo en la medida que oro, que soy coherente con mi fe, que me arrodillo en adoración, que comprendo que la verdadera comunión exige adoración porque es el encuentro con quien es mi Dios, mi Creador, mi Salvador. Es la Eucaristía, la presencia viva del Señor, celebrada y adorada, que nos hace misioneros. Una Iglesia auténticamente eucarística es auténticamente misionera.
         Si es necesario que la Virgen venga hasta nosotros, si insiste tanto en la oración por los pastores, es porque necesita de ellos, y por eso los llama directamente y a través de la intercesión de todos, a despertar del letargo, del escepticismo, de la claudicación ante el mundo para ser o volver a ser verdaderos pastores. 
         
El pueblo de Dios, más aún, todo el mundo tiene una gran necesidad de pastores que adviertan de los peligros y defiendan a sus rebaños; que les enseñen y eduquen en la verdadera fe; que le hablen de Dios con palabras simples, como hacía Jesucristo; que recen y se sacrifiquen por la salvación de todos y cada uno. Los fieles añoran los verdaderos maestros de oración y de celebración; sacerdotes que adoren con ellos y les enseñen a amar y adorar al único Dios, en su concreta presencia eucarística. 
         
Porque la Iglesia en su conjunto, pastores y pueblo de Dios, está necesitada más que nunca, porque está siendo atacada con furia desde fuera y desde dentro, porque Satanás está lanzando el ataque final, es que Ella –Madre de la Iglesia, Madre de los sacerdotes- viene y dicta estos mensajes esperanzadores y exhorta a la oración y a la intercesión por los pastores de la Iglesia de su Hijo. 

Llamados a ser salvados y a salvar junto a Ella 

         
La Santísima Virgen no acusa a nadie. Su llamado es a que la ayuden en esta obra de salvación, para que enseñen a los otros que no lo conocen, quién es Dios, cuánto nos ama.
         Esa es la misión corredentora de la Virgen: Ella junto a sus hijos –primero de todos los pastores- llevando a todos los demás, los alejados, a su Hijo, el Salvador. 
         
Para eso cuenta con nuestro camino de santidad, de esa conversión diaria a la que nos llama desde hace treinta años. Cuenta con ello porque sólo así podremos dar ejemplo, podremos interesarnos por el otro, podremos ser luz para quien está en la oscuridad.
         Conversión significa salir de uno mismo, vaciarse de egoísmo para dejar pasar la luz que viene del acercamiento a Dios. Decía Simone Weil, esa maravillosa mujer -judía y filósofa también ella como nuestra santa Edith Stein- convertida a Cristo, que para recibir el don hay que vaciarse. Para dejar pasar a Dios hay que abrir por entero el corazón, o sea hacer ese vacío de nosotros mismos que nos hace “más plenos de la plenitud”. San Antonio de Padua decía: “Dale a Dios lo tuyo (todo) y Él te dará lo suyo (todo). Así no tendrás nada para ti, porque tendrás todo Él en ti mismo”. 
         
Despojémonos de nuestros egoísmos, de nuestros miedos y seguridades y abramos el corazón a la Enviada de estos tiempos finales para que Ella nos guíe por el camino que conduce a su Hijo y de Él al Padre.

P. Justo Antonio Lofeudo
Fuente: www.mensajerosdelareinadelapaz.org

No hay comentarios :

Publicar un comentario