Cada día 2 del mes, nuestra Madre, la Virgen María, da un mensaje especial al mundo para los que ella llama "mis hijos que no conocen el amor de Dios". Concretamente para todos aquellos que no creen en Dios ni aceptan a Cristo como su Salvador.
Queridos hijos, como madre que se preocupa por sus hijos, miro en sus corazones y veo en ellos dolor y sufrimiento; veo un pasado herido y una incesante búsqueda. Veo a mis hijos que desean ser felices pero no saben cómo. Abran sus corazones al Padre. Ese es el camino a la felicidad, el camino por el que deseo conducirlos. Dios Padre nunca deja solos a sus hijos, menos aún en el dolor y en la desesperación. Cuando comprendan esto y lo acepten serán felices. Finalizará vuestra búsqueda. Amarán y no tendrán temor. Vuestra vida será esperanza y verdad, que eso es mi Hijo. Gracias. Les imploro, oren por aquellos que mi Hijo eligió. No juzguen porque todos ustedes serán juzgados.
Fuente: Mensajeros de la Reina de la Paz
Comentario
Queridos hijos, como madre que se preocupa por sus hijos, miro en sus corazones y veo en ellos dolor y sufrimiento; veo un pasado herido y una incesante búsqueda. Veo a mis hijos que desean ser felices pero no saben cómo.
A lo largo de la vida todos, alguna o muchas veces, hemos sido heridos y todos mucho o poco, lo sabe el Señor, hemos herido a otros. Si el haber sido herido es válido para todos, en cambio varía, y mucho, la sensibilidad que cada uno tiene o ha desarrollado así como la intensidad, profundidad y gravedad de la herida.
No todos han podido encontrar el camino de sanación y cicatrizar completamente sus llagas, por eso siguen buscando.
El mal hiere siempre a quien lo padece pero también a quien lo comete. Es la herida del pecado. Cuando no se ha encontrado el verdadero camino, la persona sólo acusa el dolor por el mal que le han hecho o le ha caído encima. Cuando, en cambio, se marcha hacia Dios aparece otro tipo de dolor: el dolor por el mal que se ha cometido en perjuicio de otros y el de ofender a Dios.
El pasado herido, del que habla nuestra Madre, es el pasado del mal que hemos sufrido por culpa propia o ajena. Nuestro corazón no soporta ese dolor y procura quitarlo, incluso intentando arrancar el mismo pasado, en algunos casos sepultándolo en un olvido que no es olvido. Porque la historia atenaza y el pasado permanece, mostrándose humanamente imposible de cancelar. Si la herida no cicatriza y permanece abierta, la puerta de la felicidad permanecerá cerrada.
Abran sus corazones al Padre. Ese es el camino a la felicidad, el camino por el que deseo conducirlos.
Porque a Dios se le rehúye, porque se niega entregar la propia historia y el presente, porque cerrándose en el dolor se impide a la luz de su gracia penetrar y así se sigue sumido en la oscuridad, en el sufrimiento, en la angustia, en la infelicidad que día a día corroe, por todo ello es que la Santísima Virgen viene en auxilio.
Dios, sólo Él, tiene el poder de cicatrizar las heridas. Sólo Él puede satisfacer la búsqueda de paz y felicidad del corazón humano porque tiene el poder de recrear. Tiene el Señor el poder de darnos un corazón y un espíritu nuevo; de hacer nuevas todas las cosas y cambiar el lamento en gozo. La condición para alcanzar tal felicidad es acercarnos a Él. Eso significa dar pocos pasos, los que se nos pide en este mensaje: abrir el corazón al Padre.
Abrir el corazón al Padre implica reconocer, ante todo, que Dios es Padre. El Padre que nos reveló el Hijo, Jesucristo. Él nos enseñó cómo era y quién era el Padre y cómo dirigirnos a Él: como nuestro Padre, plenos de la confianza de sabernos amados.
Abrir el corazón a Dios es buscar su perdón y –según lo rezamos- al mismo tiempo perdonar a quienes nos han herido y nos hieren. “Padre nuestro… perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”.
Dios Padre nunca deja solos a sus hijos, menos aún en el dolor y en la desesperación. Cuando comprendan esto y lo acepten serán felices. Finalizará vuestra búsqueda. Amarán y no tendrán temor. Vuestra vida será esperanza y verdad, que eso es mi Hijo.
El Padre, Dios creador de todo lo visible e invisible, ama tanto al hombre y específicamente a cada uno de nosotros, sin excepción, que envió a su Hijo y nos lo entregó para que creyendo en el Hijo, acogiéndolo como el Salvador, aceptando su sacrificio como nuestra liberación y sus mandamientos como ley, tuviéramos acceso a Él y así pudiéramos alcanzar la paz, el amor, la felicidad que colma todo corazón.
Y tan grande es el amor de nuestro Creador que, -completada ya en el Hijo la obra de salvación y redención- en tiempos en que el hombre se ha apartado más que nunca de Dios, envía a la Santísima Virgen para que respondamos a sus llamados.
Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo –ni lo hace ahora enviando a la Santísima Virgen- sino para que el mundo se salve por Él (Cfr. Jn 1:17). Siendo así, ¿Cómo Dios podría abandonarnos, dejarnos en la angustia y en la desesperación cuando recurrimos a Él?
Para quien está herido con la herida más profunda posible, la de no haberse sentido nunca amado; para quien fue abandonado y despreciado; para quien se ha sentido una y otra vez rechazado, al responder el llamado y así descubrir que Dios lo ama, que lo ha amado antes de darle la vida, desde la eternidad y lo ama infinitamente, es ya motivo de dicha y anticipo de felicidad más plena. El resto lo seguirá obrando la gracia.
Eco de las palabras de la Santísima Virgen son las del salmista cuando dice: “A los que buscan al Señor nada les falta… El Señor está cerca de quien tiene el corazón herido” (Sal 34). “Busca la alegría en el Señor, Él dará satisfacción a los deseos de tu corazón”. “Encomienda tu vida al Señor, confíale tu camino y Él cumplirá su obra” (Sal 37).
Nos lo dice la Palabra de Dios, nos lo repite nuestra Madre: “Abandónate en el Señor, confíale tu camino, el itinerario de tu vida, y él te dará lo que busca tu corazón, Él te dará la verdadera dicha, la felicidad que anhelabas”.
La búsqueda del camino a la felicidad termina cuando el hombre encuentra a Dios. Termina la búsqueda y comienza la alegría de descubrir a Dios en Jesucristo, el Salvador, que dijo: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14:9). Es Jesucristo quien no sólo nos revela el rostro y el amor del Padre sino que obra en cada uno la sanación cerrando las heridas que hacen posible una vida plena.
Las últimas palabras del mensaje son, una vez más, por los sacerdotes. Por cuanto criticable sea el actuar de algunos sacerdotes, nos pide no juzgarlos sino orar por ellos. Juzgar a un sacerdote, con juicio y hasta dictamen de condena, no le hace ningún bien ni al sacerdote ni a quien lo juzga. No son la crítica acerba ni el juicio los que cambian los comportamientos y la vida de una persona sino el amor manifestado en la oración de intercesión dirigida a Dios por esa persona, para que Dios obre en ella y le convierta el corazón.
Antes de juzgar recordemos que Satanás ataca fieramente a los pastores, porque sabe muy bien que herido el pastor se dispersan las ovejas.
Dios, lo muestra la Sagrada Escritura, es celoso de aquellos a quienes elige (leer Num 12:1s).
No lo olvidemos: el que juzga también ha de ser juzgado y sólo uno es el Juez: Dios.
P. Justo Antonio Lofeudo
www.mensajerosdelareinadelapaz.org
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