jueves, 4 de agosto de 2011

Mensaje de María Reina de la Paz. Medjugorje. 25- 07- 11



     
         ¡Queridos hijos! Que este tiempo sea para ustedes tiempo de oración y de silencio. Hagan descansar su cuerpo y su espíritu, que permanezcan en el amor de Dios. Permítanme hijitos que los conduzca, abran sus corazones al Espíritu Santo para que todo el bien que hay en ustedes, florezca y produzca frutos al céntuplo. Comiencen y finalicen el día con la oración con el corazón. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!

Comentario 

¡Queridos hijos! Que este tiempo sea para ustedes tiempo de oración y de silencio.

         Éste es tiempo de vacaciones para muchísima gente, tanto al norte como al sur del planeta. La mayoría de las personas proyecta cómo pasar esos días. Algunos hacen largos viajes otros no. Es, para todos, tiempo de interrumpir sus actividades rutinarias y dejar ambientes que suelen ser frenéticos, procurando un descanso o distracciones varias. A pesar de las buenas intenciones en estos períodos, no siempre reposan el cuerpo y la mente. Pocas veces se consigue sosegar verdaderamente el espíritu y restaurar las fuerzas del cuerpo.
         No se lo consigue porque se arrastra el propio mundo circundante. Quienes viven en la ciudad, sometidos como están a grandes tensiones propias de la vida urbana; a la incertidumbre sobre el futuro; a climas políticos y sociales hostiles, sobre todo para quienes vivir pacíficamente su fe y una sana vida moral, no sólo no alcanzan a liberarse del pesado bagaje sino que además suelen encontrarlo presente vayan donde vayan. De tales dramas participan también los que habitan en zonas menos pobladas. En todas partes se padece de un continuo aturdimiento mientras cada vez son más las personas que viven aisladas. El ruido todo lo invade y la depresión es uno de los males de estos tiempos. Vivimos agredidos por el ruido y las imágenes que por todos lados nos invaden, como se cuelan las ondas invisibles que nos golpean y penetran continuamente.
         Para que verdaderamente podamos lograr el reposo espiritual y corporal -tan necesario a nuestra salud integral- y para que podamos aprovechar este tiempo -propicio a nuestra maduración- la Santísima Virgen nos propone la oración y momentos de silencio.
         Oración y silencio implican interioridad porque la oración debe ser del corazón y el silencio interior. Oración del corazón es poner el corazón en la oración, no sólo la boca o la mente. Para lograr silencio interior es necesario encontrar espacios de silencio exterior.
         Sin embargo, la ausencia de rumor exterior no basta por sí sola, porque para quitar el ruido que llevamos dentro y alcanzar el silencio interior tenemos que despojarnos del mundo que llevamos adheridos. Para ello, debemos, con nuestra voluntad, imponer el silencio a esa facultad que no pocas veces nos quita la paz del corazón, la imaginación. Debemos, con nuestra fe, pedirle a Dios que nos libere de todo aquello que perturba nuestro espíritu.
         El silencio al que nos invita la Santísima Virgen es al silencio ante Dios. Es aquél en que ya no caben palabras. Es el silencio de María y de los santos, el mismo de la adoración contemplativa a la Eucaristía. Tal silencio parte de la oración y se vuelve oración.
         Como enseña el gran santo de la adoración eucarística, Pedro Julián Eymard, se trata del silencio de la oración de unión con el Señor, verdadero centro de nuestras vidas. Es el silencio en el que nuestra alma reposa y Dios trabaja sobre ella como rocío celestial que la penetra con dulzura. Es el silencio del recogimiento que, como Samuel, dice: “Habla, Señor, tu siervo escucha” (1S 3:9).
         Dios no habla si el alma está muy disipada. No siempre habla Dios con palabras –sigue diciendo el santo- sino también a través de pensamientos e inspiraciones.
         Encontrar el silencio con la oración y en la oración es encontrarse con Dios y con uno mismo.


Hagan descansar su cuerpo y su espíritu, que estén en el amor de Dios.
 
         Somos un cuerpo animado por el alma que en su forma más elevada es espiritual. Por eso, el verdadero descanso implica tanto el cuerpo como el espíritu. Si el espíritu se agita el cuerpo lo refleja, y esto lo conocemos por la mayoría de enfermedades de origen psicosomático. A su vez, si el cuerpo se agota el espíritu se resiente.
         El descanso no se logra por esfuerzos humanos que buscan una pretendida armonización con la energía del universo, como si de energía se tratase. Eso es materialismo disfrazado de mística oriental, puesto que la energía es la forma desordenada de la materia. El espíritu es otra cosa, es la imagen de Dios en nosotros, es el soplo divino en el hombre. Es la respiración de Dios, el Espíritu Santo, que nos hace capaces de amar, de reconocer la belleza, de aspirar a la bondad y a la santidad. Por tal motivo ese descanso es sólo posible en Dios, en su amor. Es el reposo en el amor de Dios. El mismo de Juan sobre el pecho del Señor; de María, la hermana de Lázaro, a los pies del Maestro.

Permítanme hijitos que los guíe, abran sus corazones al Espíritu Santo para que todo el bien que hay en ustedes, florezca y produzca frutos al ciento por uno.

         La Santísima Virgen, con esa dulzura de Madre celestial, nos dice que le permitamos guiarnos en este camino de unión con Cristo. Ese camino exige apertura de corazón a la acción de Dios, que siempre es a través del Espíritu Santo. El bien que hay en nosotros es la gracia que Dios sembró en nuestros corazones, que está como la semilla, en potencia, y debe crecer y fructificar hasta el máximo de su capacidad.
         ¿Quién mejor que la Madre del Señor para interceder para que el Espíritu venga a nosotros? ¡Quién mejor que Ella, que estuvo presente en Pentecostés y con su oración atrajo la venida del Espíritu Santo con potencia! Por eso mismo, vivir sus mensajes es el modo más seguro de alcanzar la unión con Dios.

Comiencen y finalicen el día con la oración del corazón. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!
 
         Como enseñan los Padres de la Iglesia, la oración es la puerta que debe abrir y cerrar el día. La Iglesia lo ha sabido desde siempre y por eso la oración litúrgica de las horas van marcando el ritmo de la jornada empezando con maitines o laudes y terminando con completas. Junto al día que se abre también –por medio de la oración- debe abrirse el corazón a Dios para que el día sea por Él bendecido. Al final de la jornada, luego de un examen de conciencia en el que pedimos perdón por las faltas cometidas, en oración se pide que Dios bendiga el día transcurrido para que perduren los frutos, rogando también por un reposo sereno.
         Que todos nosotros, guiados por nuestra Madre, permaneciendo en el amor de Dios, encontremos un verdadero descanso de nuestro cuerpo y nuestro espíritu en la oración del corazón y el silencio interior para que, con renovadas gracias y fuerzas, podamos dar muchos frutos, para la gloria de Dios.

P. Justo Antonio Lofeudo

www.mensajerosdelareinadelapaz.org

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