domingo, 2 de octubre de 2011

Mensaje de María Reina de la Paz 25-09-11



      ¡Queridos hijos! Los invito a que este tiempo sea para todos ustedes tiempo de testimonio. Ustedes, los que viven en el amor de Dios y han experimentado sus dones, testimónienlos con sus palabras y vida para que sea alegría y estimulo en la fe para los demás. Estoy con ustedes e intercedo incesantemente delante de Dios por todos para que su fe sea siempre viva y alegre y en el amor de Dios. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!



Comentario


         Ser y sentirse amado por Dios desborda el corazón y de esa plenitud habla la vida y la boca del creyente. 
         Haberse encontrado y seguir encontrándose con Cristo es el acontecimiento que cambia la vida de cualquier mortal y lo convierte en cristiano. 
         Despertar a la Palabra que interpela la propia vida y que se muestra viva, y adorar la presencia del Señor en cada Eucaristía hace a la persona testigo del Resucitado. Y quien es testigo de Cristo no puede dejar de dar testimonio de Él. No puede ni debe quedarse con ese Tesoro para sí. Debe ser portador de la Luz que lo ilumina, de la Vida que lo abraza, del Amor que lo salva. 
         Transmitir la fe y el amor, casi por contagio, es el impulso que deben recibir quienes “viven en el amor de Dios y han experimentado sus dones”. 
         Cuando se transmite la fe se da al otro la esperanza que disuelve la tristeza. Y viene la alegría. 

         Tener alegría es más que estar alegre. Es un estado no una circunstancia contingente que provoca nuestra risa; es más bien la sonrisa que se abre como el sol en medio de las nubes de la vida, la sonrisa que respira por los poros y que reflejan los ojos de quien teniendo en sí el amor de Dios lo tiene todo. 

         Muchas personas creen que no cuentan para Dios, que no son importantes como para que Dios las mire y se ocupe de ellas. Tienen una idea equivocada de un dios lejano, muy lejano que no cuida de nadie sino de sí mismo. En definitiva, no conocen a Cristo –a Dios hecho hombre que vino a salvarnos- porque no se han encontrado con Él. Por no conocerlo, por no tener a Dios no tienen seguridad alguna en la vida, porque tarde o temprano todos descubren que las seguridades humanas son vanas y efímeras. Si esas personas no se dejan alcanzar por la gracia de Dios permanecerán al margen de toda posible sanación y hasta de la salvación. Por eso, la Santísima Virgen pide a sus hijos -que sí se han encontrado con el Señor y han recibido sus dones- que se vuelvan testigos de esa presencia salvífica y hagan que aquellas otras personas se encuentren con la fe y el amor de Dios a través de ellos. Así entonces, el encuentro con el testigo de Cristo es el que traerá la esperanza, iluminará la fe, interpelará sus vida y les dará alegría. 


         Ahora, a nosotros se nos impone una pregunta: ¿Por qué no transmitimos alegría? Seguramente porque nos falta sonreír. No motivos para sonreír sino simplemente sonreír. Si no sonreímos al otro es porque nuestra fe y nuestro amor están debilitados por nuestros temores. 

         Que nadie se agobie por los temores que le pueden, porque esos temores sean más grandes que su fe o porque todavía deba aprender a amar. Basta pedirle al Señor que sane las heridas del corazón, que a eso vino Jesucristo: a sanar los corazones, de nosotros pobres pecadores, con su gracia y por la certeza que sólo Él es la Resurrección y la Vida. Él lo hará, Él nos sanará, Él fortalecerá nuestra fe y aumentará nuestro amor, porque nos ama, porque nos quiere ver sanos y porque escucha a su Madre que intercede por nosotros. 

         Eso sí, no busquemos justificación, no nos escudemos tras una falsa psicología, para explicar nuestra falta de alegría porque la alegría del corazón no depende de nuestras circunstancias ni de nuestra historia. ¿Quién no ha conocido personas con enfermedades graves, con situaciones comprometidas, con tribulaciones económicas y de todo tipo, plenas de alegría porque han permitido a Dios morar en sus corazones?
 
         Cuando escribo esto último pasa por mi mente y por mi corazón (recuerdo) a Enza, una señora que conocí en Italia y rebosaba de alegría contando a todos que padecía de cáncer en el cerebro. Los médicos no entendían cómo se mantenía en pie y con aquel ánimo. Le brillaban los ojos cuando decía que tenía a Dios en sí y aquel era el secreto de su felicidad. No temía a la muerte porque Cristo ya la había vencido. 

         Ejemplar es el caso de Vicka, vidente de Medjugorje, que refleja y transmite constantemente alegría, que sonríe a todos a pesar de la seriedad y gravedad de todas sus enfermedades. No todos saben que los tremendos dolores que padece le provocan a veces desvanecimientos. Sin embargo, no por ello deja de recibir a los peregrinos, de orar con y por ellos, durante largas interminables horas. Todo lo ofrece a Dios a través de María Santísima. 

         Cuando se vive en Dios y de Dios, la alegría es signo y hasta medida de conversión. La alegría es la medida del espesor de nuestra oración. No en vano, la Reina de la Paz dijo al comienzo de sus apariciones “oren, oren hasta que sus oraciones se vuelvan alegría”. 

         Como nos enseña san Pablo con sus escritos y con su vida, es la fe la que nos lleva a la alegría. Es la fe que se manifiesta con confianza serena porque sé que “todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4:13). 

         En la carta a los cristianos de Roma, san Pablo da su testimonio de vida cuando escribe que “en todo interviene Dios para bien de los que lo aman” (Rm 8:28). Y explica el Apóstol que ese “todo”, desde que abrazó la fe en Cristo, ha significado padecimientos, privaciones y persecuciones, estar varias veces al borde de la muerte, y todo tipo de adversidades. 

         En otra oportunidad, dirigiéndose a los cristianos de Filipos los exhortaba: “Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres… no os inquietéis por cosa alguna... presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias… y la paz de Dios… custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos...” (Flp 4:4. 6-7). 

         Para ser buenos testigos del amor de Dios y alcanzar a otros que no lo conocen, con nuestras vidas y con nuestras palabras, es necesario vaciarse de los miedos que nos acosan, de nuestra imaginación sobre la que obra el Enemigo por miedo al futuro. Es necesario e imprescindible despojarse de sí mismo, des-cubriendo a Dios de todas nuestras ansias y expectativas y de nuestros temores con los que lo hemos re-cubierto. En resumen, dejar que Dios obre en nosotros. Sólo así nuestra “fe será siempre viva y alegre y viviremos y transmitiremos el amor de Dios”. 

P. Justo Antonio Lofeudo

 
www.mensajerosdelareinadelapaz.org

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