viernes, 22 de febrero de 2013

En el desierto cuaresmal.

     
       Convertirse significa volverse hacia Dios. Dirigirse hacia Alguien que nos llama, lo cual implica un desprenderse del egoísmo y optar por una nueva concepción de vida. Para acoger el mensaje, ante todo hay que elevar los ojos hacia el mensajero. Y para lograrlo, la Iglesia nos propone una ascesis muy concreta: ayunar, orar, amar.

     Frases que solemos escuchar en las lecturas del Miércoles de Ceniza: 

     "Rasguen los corazones, no las vestiduras."

       " Déjense reconciliar con Dios; ahora es el tiempo de la gracia."

       "Tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará."

       Son frases que nos hacen tomar conciencia que el proceso de cambio ha de ser interior. Los sacrificios serán agradables a Dios realizados desde la humildad, que hace que las obras sean hechas para nuestra purificación y a la vez para dar gloria a Dios en lo oculto, de lo contrario, todo aquello aclamado por los hombres tendrá ya su recompensa, pero no será como la semilla, que desde lo pequeño va creciendo hasta alcanzar la madurez y plenitud de la planta, cuyo verdadero poder de germinación le vino desde la raíz, es decir en lo que se halla oculto.
      
       La imagen del desierto para cada uno será distinta. Nuestra historia y nuestra relación con Jesús y con nuestro Padre Dios, solo podemos vivirla nosotros, así como alcanzar la salvación: esto nadie puede hacerlo por nosotros ya que la apertura del corazón a Dios siempre es personal e íntima.
       La invitación siempre proviene de Dios, que nos mueve, nos llama a través de su Espíritu, pero ha de ser nuestra la voluntad de desprendernos de todo aquello que nos impide elevarnos hacia Él. Para eso deberemos entrar en el "desierto".
       ¿Qué nos hace el desierto? Nos vacía, nos purifica, incluso casi en contra de nuestra voluntad, a través de los esfuerzos de Dios.
 

       En este primer domingo de Cuaresma leemos que Jesús fue tentado por el demonio en el desierto. 
       Antes de su misión pública Jesús se somete a un largo período de preparación, durante el cual sabemos que no comía ni bebía pero permanecía unido a Dios mediante una constante oración, hasta que sintió hambre. El hambre es signo manifestante de la humanidad de Jesús, revelando que el Hijo de Dios también necesita el deshacimiento y el silencio que propicia el encuentro con Dios. Pero allí donde se encuentra Dios, también se hace presente el enemigo. 
        Jesús se ve enfrentado al demonio, quien no pierde esta oportunidad de intentar apartarlo de su estrecha unión con su Padre y sobre todo de apartarlo de su misión salvífica con visiones magníficas pero engañosas. Sin embargo Jesús no se deja importunar ni impresionar: sabe quién es y cual es su misión y a cada visión y palabras del Demonio, contesta con la Palabra.
       Todo pasa por estar bien afirmados en nuestra identidad de hijos de Dios. Vemos que el demonio siempre hace alusión a su identidad:

       El demonio: «Si tú eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan». 

      Lo importuna a solucionar algo mediante la salida fácil, realizar milagros en su propio beneficio. Jesús no realiza luego milagros en busca de notoriedad sino para dar testimonio de las obras que le encargó Dios, para despertar la fe, el amor a Dios en los hombres y llevarlos a la conversión.

       Jesús entonces responde: «Dice la Escritura: El hombre no vive solamente de pan.»

      Toda tentación se acompaña de mentiras disfrazadas de verdades, haciéndonos pensar que encontraremos felicidad si nos entregamos a nuestros deseos en tanto que nos apartamos de Dios. Sólo tendrá a Dios aquel que haga su voluntad, (quien sea obediente al mandato divino), no aquel que busca su propia satisfacción, su propio camino pero lejos de Dios, recordemos al hijo pródigo.

     Y así siguió el demonio: 

       «Te daré todo este poder y el esplendor de estos reinos, porque me han sido entregados, y yo los doy a quien quiero. Si tú te postras delante de mí, todo eso te pertenecerá». (La tentación del poder).


   «Si tú eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: Él dará órdenes a sus ángeles para que ellos te cuiden.
Y también: Ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra» (La manifestación de su filiación desde la espectacularidad.)

Pero Jesús respondió: 

«Está escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto» (caemos en la tentación de creer que no necesitamos de Dios cuando damos paso a sentimientos de orgullo, de autosuficiencia.)

Y también: «Está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios» (caemos en la tentación de realizar obras de bien, no por nosotros sino para ser reconocidos ante los demás si éstas no son realizadas con amor y humildad: "El Padre que ve en lo secreto te recompensará".

El ayuno, la oración y el amor entonces serán el parámetro para saber a que hemos de renunciar en esta cuaresma para que surja en nosotros ese hombre y esa mujer nuevos. 
A no perder de vista nuestra verdadera identidad de hijos de Dios que se funda en la consecución del bien y en nuestra unidad con nuestro Padre del Cielo, pues el nos arropa con su gracia.
El ayuno nos ayude a vaciarnos de nosotros, liberarnos de nuestro egoísmo y nuestro apego a nuestro malos hábitos y elevar así nuestro espíritu por sobre nuestra natural inclinación a pecar.
Que la oración nos fortalezca con el auxilio del Espíritu Santo a llevar a buen término nuestro propósito de hacer el bien y de disponer el corazón para hacer la voluntad de nuestro Padre, unidos a Él mediante el amor y manifestar este amor a través del servicio a los necesitados: de un consejo, de un consuelo o de lo material.
No nos apartemos de aquel que nos da la vida y nos nutre con su presencia. Salgamos purificados y fortalecidos de este nuestro desierto cuaresmal, y si caemos, no dudemos en reconciliarnos inmediatamente, volviendo siempre a los brazos de nuestro Padre.







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