miércoles, 7 de diciembre de 2011

Mensaje de María Reina de la Paz 2-12-11

      

Cada día 2 del mes, nuestra Madre, la Virgen María, da un mensaje especial al mundo para los que ella llama "mis hijos que no conocen el amor de Dios". Concretamente para todos aquellos que no creen en Dios ni aceptan a Cristo como su Salvador. 

      Queridos hijos, estoy con ustedes como Madre, para ayudarles a que con mi amor, oración y ejemplo se vuelvan semilla de lo que ha de venir. Una semilla que se desarrollará en un fuerte árbol y extenderá sus ramas en todo el mundo. Para volverse semilla de lo que vendrá, semilla del amor, oren al Padre para que les perdone las omisiones que hasta ahora han tenido. Hijos míos, solamente un corazón puro, no sobrecargado por el pecado, puede abrirse y sólo ojos sinceros pueden ver el camino por el que deseo conducirlos. Cuando comprendan esto comprenderán el amor de Dios y ese amor les será dado. Entonces ustedes lo darán como semilla de amor a los demás. Les agradezco. 


Comentario 

La clave de la venida de la Virgen
 

         En este nuevo mensaje, la Reina y Madre de la Paz da respuesta a preguntas recurrentes: “¿Por qué y para qué viene la Virgen?” y “¿Por qué durante tanto tiempo?”. Ella viene a que sepamos de su proximidad en estos tiempos tan especiales; a prepararnos a lo que vendrá, y a conducirnos en ese tránsito iluminando la oscuridad. 
         Su presencia nos confirma que no nos deja solos en la época más peligrosa que jamás haya conocido el mundo. Puesto que en ninguna otra época de la historia fue tan grande y extendido el rechazo a Dios. Nunca antes como ahora se oscureció la verdad, relativizándola, hasta el punto en que siendo todas “verdades” ninguna lo es. También, por lo mismo, la fe es relegada a una opción como cualquier otra y la moral se vuelve mera cuestión privada relativa a cada uno. Muchos científicos no ponen límites éticos a sus investigaciones y lo mismo los tecnólogos a sus prácticas. Todo vale, todo es posible. Nunca antes, por fin, tuvo el hombre el poder militar de aniquilamiento total del que ahora dispone.
         Si, en estos momentos de altísimo riesgo para la salvación eterna de las almas y para la misma subsistencia del género humano, la Santísima Virgen no apareciese durante tanto tiempo y con tanta frecuencia no sería nuestra Madre, no sería quien es. 
         Es absolutamente impensable que, justo cuando mayor es la concentración de mal y la humanidad está más indefensa que nunca, nuestra Madre del Cielo permaneciese callada, ausente, con venidas esporádicas. 
         Dios mismo en su infinita sabiduría, providencia y misericordia envía a la Santísima Virgen para oponer al mayor mal de la historia el mayor amor puramente humano; a la mayor soberbia y rebelión contra Dios la mayor humildad y obediencia. 
         Viene sí; aparece y da mensajes la Reina de la Paz. Viene a nosotros desde hace más de una generación, y viene todos los días. Viene para guiarnos, enseñarnos, formarnos, advertirnos, protegernos.
         Ésta y no otra es la clave de interpretación de estos acontecimientos y el punto de partida de todos los mensajes. A partir de allí todo se entiende. Se entiende que su presencia nos devuelva y aumente la esperanza; que venga a enseñarnos cómo vivir la fe y cómo debemos amar. 
         Viene para actuar -primero en nosotros y luego a través de nosotros- el plan de salvación de Dios, que es el de la propagación del amor. Del amor verdadero, del amor que salva, del amor como el de la Virgen que es don de sí, generoso, desinteresado, gratuito. 
         Viene para que la semilla de amor del Reino crezca en cada uno y de cada uno se extienda a otros hasta –como reacción en cadena- alcanzar al mundo entero. Viene a enseñarnos a ser Iglesia, porque la Iglesia es, en forma germinal, el Reino ya presente en la tierra, a su vez simiente del Reino definitivo. 
         Es decir, la Madre de Dios viene a ayudarnos para lo que ha de venir. 


Lo que ha de venir y lo que se opone
 
         Y ¿qué ha de venir? El tiempo mesiánico anunciado por los profetas y esperado por Israel, el del orden definitivo de la justicia, el amor y la paz. Ese tiempo, el del triunfo del Corazón Inmaculado de María, el del triunfo de la vida sobre la muerte y la destrucción, el de la victoria del amor sobre el odio exterminador, no ha llegado aún. Pero debe venir y vendrá, porque el Señor nos lo aseguró, porque la Iglesia lo espera. Será el final de estos tiempos que estamos viviendo, de la imagen de este mundo que pasa, y el comienzo de los cielos nuevos y de la tierra nueva en los que habite la santidad. Será el principio de la restauración final que obrará Jesucristo, cuando Dios sea todo en todos. 
         Pero, esa victoria no ha de venir sin antes un gran enfrentamiento contra las fuerzas del mal. No despuntará el nuevo día sin antes pasar por la noche, que avanza ya. 

         En los primeros cristianos era muy fuerte la espera de Jesús que, según prometió, debe volver en la gloria. Hace muchísimo tiempo que aquella tensión de espera se debilitó –en parte por la sensación de inminencia que tenían los antiguos- hasta ahora perderse. Aunque lo repetimos en el Credo (“vendrá en la gloria a juzgar a vivos y muertos”) y en la misma Eucaristía que celebramos (“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven Señor Jesús!”), esas han acabado siendo fórmulas dichas por hábito y sin atención, más que una declaración trascendente de fe. 
         Sin embargo, se aproxima la hora en que aquel “¡Ven Señor Jesús!” ha de volverse clamor. 

         En el tiempo de su vida en la tierra, Jesús fue reconocido por pocos como el Mesías. “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” dice san Juan en el prólogo de su Evangelio. Esas palabras –referidas a Israel- siguen siendo tristemente actuales. Dios vino a la humanidad, haciéndose hombre en Jesucristo. Jesucristo permanece con nosotros, por tanto está aquí. Está oculto en el misterio que sólo la fe devela. Y Jesucristo sigue viniendo en cada momento y acontecimiento. Está a la puerta y llama, pero la puerta no se abre. Muchos de los suyos de hoy, los que se dicen cristianos tampoco lo reciben, y otros abjuran del anterior cristianismo y lo rechazan. Rechazar a Cristo es rechazar al amor, rechazar la salvación. 
         Por eso, la Santísima Virgen viene a sembrar la semilla del amor en cada uno, a conducirnos dulce y firmemente a la verdad de la fe; a llevarnos a su Hijo y a través de Él al Padre. Para que todos seamos uno y Dios sea todo en todos. 

El mensaje de la Virgen 

         El Reino es objeto de los ataques de los poderes del mal. La semilla del amor que la Virgen quiere poner en nosotros es constantemente sofocada para que no crezca y cizaña es arrojada por el Enemigo. La cizaña de lo que parece ser de Dios, que aparenta buena semilla, y en realidad es del Enemigo, la cizaña de la confusión, de la desviación y del error. 
         La Santísima Madre viene a combatir contra Satanás y los espíritus malignos que vagan por el mundo para la perdición de las almas. Viene para protegernos, para advertirnos de sus astucias, y enseñarnos que al Enemigo se lo vence con el amor mutuo, la oración y el ayuno del corazón. A recordarnos, en fin, que siendo el Enemigo todavía poderoso su Hijo, que es el Todopoderoso, ya lo venció y que por Él y en Él nos viene la victoria. 
         Cada mensaje de la Reina de la Paz es un llamado, una invitación a seguirla, en el abandono confiado a su guía, haciendo lo que nos pide hacer. 
         Ahora nos pide que supliquemos al Padre para que nos perdone las omisiones que hasta hoy hemos tenido. Omisiones que no deben entenderse tan sólo como pecados de omisión, sino más ampliamente como faltas al amor. Por cierto que muchísimas de esas faltas ni recordamos ni hemos sido en su momento plenamente conscientes de haberlas cometido. 
         Esas omisiones, como las llama nuestra Madre en este mensaje, significan alejamiento de Dios, enfriamiento del alma, endurecimiento del corazón. En el corazón endurecido no puede germinar la simiente de amor. 
         Una oración que, reconociendo la propia miseria, desde la humildad del corazón se eleve, diciendo: “¡Señor, muéstrame en qué he pecado, en qué te he ofendido! ¡Espíritu Santo ilumina mi alma para que vea todas sus manchas!” “Perdona, Dios mío, todas las veces que te he ofendido”, seguramente ha de ser respondida. Ese corazón contrito buscará la reconciliación con Dios y su misericordia en el sacramento de la confesión. 
         Muchos dicen: “No sé qué confesar”. Otros: “No tengo nada grave que confesar. No he matado a nadie, no he robado”. Ciertamente, puede una persona no haber robado, manteniéndose siempre honesta en lo suyo y en lo de los demás. Por ejemplo, en el trabajo no quedándose con dinero ni hurtando tiempo para sí. Pero, debe preguntarse si siempre ha dado, dado de sí o de lo suyo. ¿O acaso más de una vez se acuarteló en su egoísmo y negó dar amor, consuelo, esperanza, gestos y palabras de amistad, dinero, abrigo, comida a alguien que lo necesitaba? Todos nosotros alguna vez hemos sido mezquinos e indiferentes, y sin siquiera habernos dado cuenta de serlo. 
         Tú no has matado a nadie, pero ¿has siempre perdonado? ¿A todos? ¿No habrá alguien a quien hayas sepultado, cancelado de tu vida sin nunca haberlo perdonado? 
         Sólo para dar otro ejemplo común: se cae en pecado por el simple hecho de estar frente a una pantalla, hasta digamos pasivamente, consintiendo ver imágenes o escuchar cosas que ofenden a Dios. 
         Muchas son las omisiones, las faltas al amor, los pecados que nos ocultamos a nosotros mismos y grande, inmensa, la necesidad de perdón de Dios y de su misericordia, que restituyen la gracia perdida y nos salva. 
         El amor misericordioso de Dios que nos perdona hace de nosotros deudores, que deben dar del amor recibido a otros necesitados, y deben ser partícipes de la obra de salvación de todos los que, por no conocer el amor de Dios, están alejados de Él. 
         El amor gratuito de Dios, el amor que viene a traernos la Reina de la Paz es el amor que gratuitamente daremos a los demás. Como la semilla crece y se vuelve árbol y ese árbol a su vez da nuevas semillas, así también el amor que crezca en nosotros, por su misma naturaleza, será dado a otros. 

Última reflexión a modo de advertencia 

         Las palabras de la Virgen son esperanzadoras, llenas de amor y de compasión. No viene a anticiparnos calamidades, que seguramente vendrán, ni a mostrarnos toda la oscuridad que ya hay, ni siquiera nos habla de la tribulación que ha empezado. Nada de eso es motivo de sus mensajes, como tampoco lo fue antes la guerra, cuando estaba pronta a estallar en los Balcanes, ni cuando luego arreciaba. Por lo contrario, vino a decirnos cómo hacer para evitarla y, una vez declarada, para detenerla, y siempre dirigió sus mensajes a nuestra conversión a Dios. 
         Estos mensajes de la Madre de Dios contrastan con otros que falsamente se le atribuyen y que son portadores de angustia, de miedo paralizante y que alimenta en muchos el morbo. Algunos de los mensajes en cuestión viene con indicaciones más o menos difusas de lugares o de inminencia de fechas. 
         Nuestra Madre nos envuelve con su amor, nos trae esperanza, reaviva nuestra fe. No viene a atemorizarnos, a acusarnos ni tampoco a darnos falsas expectativas. Viene a que concentremos nuestra atención en Dios, en sus medios de salvación en la Iglesia y a que a todos consideramos hermanos que deben alcanzar la salvación. No viene para unos pocos sino para todos. 
         Las falsas revelaciones que hoy pululan, aparecen a primera vista como buenas, hasta hablan de la Misa, del Rosario, de la adoración, y los recomiendan; pero encierran el veneno de la desviación presente y futura, de la exaltación del presunto vidente y distraen hacia acontecimientos que dice que acaecerán. 
         Hablan de cosas terribles y no hablan de la victoria final. 
         Escribía san Agustín, en sus comentarios sobre los salmos, que si amamos al Señor no debemos temer su venida. “Odiemos el pecado, y amemos al que ha de venir a castigar el pecado… Vendrá y no sabemos cuándo; pero, si nos halla preparados, en nada nos perjudica esta ignorancia”. Podemos decir lo mismo de otro modo. En nada nos aprovecha conocer fechas si no estamos preparados, si no hacemos que la simiente del amor crezca en nosotros y ayudamos para que en otros sea plantada. Eso es lo que cuenta. Del resto, queridos hermanos, mucha prudencia. No caer en el engaño. 

         Que María, concebida Inmaculada y siempre Purísima, quite en nosotros las manchas del error y por su intercesión podamos presentarnos irreprochables ante el Señor el día de su venida (Cf. 3 P 3:14; 1 Tes 3:13; 1 Cor 1:8; Col 1:22). 

P. Justo Antonio Lofeudo
www.mensajerosdelareinadelapaz.org

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