sábado, 31 de diciembre de 2011

Mensaje de María Reina de la Paz 25-12-11



¡Queridos hijos! Hoy también les traigo entre mis brazos a mi Hijo Jesús para que les dé su paz. Oren hijitos y den testimonio para que en cada corazón prevalezca no la paz humana sino la paz divina, que nadie puede destruir. Ésta es aquella paz del corazón que Dios da a los que ama. Por el bautismo todos ustedes son especialmente llamados y amados, por ello den testimonio y oren para ser mis manos extendidas en este mundo que anhela a Dios y a la paz. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!


Comentario

     
En el quieto silencio que todo lo envuelve, mientras la noche alcanzaba la mitad de su curso, tu Verbo Omnipotente, Oh Señor, ha descendido del Cielo, del trono real (Cfr. Sab 18:14-15).

Un ángel anuncia a los pastores que el Mesías acaba de nacer en la ciudad de David. Al primer ángel se une un ejército celestial que alaba a Dios con jubiloso canto, diciendo: “Gloria a Dios en el Cielo y paz a los hombres que ama el Señor”. Los pastores, que al principio han sentido un gran temor, de pronto se ven abarcados por una paz desconocida, sobrenatural y una gran alegría los inunda. La noche es iluminada por la gloria del Señor. Es Navidad. Llega la paz a la tierra en el corazón de los hombres amados por Dios.

 ¡Queridos hijos! También hoy les traigo entre mis brazos a mi Hijo Jesús para que Él les dé su Paz

En esta Navidad, la Virgen no viene simplemente a transmitirnos un deseo o recordar el acontecimiento de infinita grandeza, sino a traer a su Hijo, Niño en sus brazos, para que recibamos su paz. Ese Niño es nuestra paz.


Muchos siglos antes del nacimiento de Jesús, Isaías había profetizado: “Un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado, lleva al hombro el señorío y es su nombre...Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la Paz” y “la paz no tendrá fin” (Cfr. Is 9:5.6). Como recordaba el Santo Padre en la Misa de Nochebuena, es la única vez en el Antiguo Testamento que de un niño se dice que su nombre será Dios fuerte, Padre para siempre. Será en la plenitud de los tiempos que se manifieste Dios oculto en la fragilidad e indigencia de un niño, quien trae y dará la paz a los hombres, una paz sin límites. Porque la paz de Dios viene de aquel niño, Dios encarnado, que ya hombre muere en la cruz. El amor de Dios se manifiesta tiernamente en el Niño de Belén y en el sacrificio de Jesucristo en Jerusalén.
La paz que irradia del Corazón traspasado de Cristo crucificado en el Gólgota abarca todo el espacio y el tiempo de la humanidad, y es signo y fruto de su amor infinito.
  
     Oren hijitos y den testimonio para que en cada corazón prevalezca no la paz humana sino la paz divina que nadie  puede destruir

Poco antes de entregarse voluntariamente a su Pasión, el Señor les dice a sus discípulos y también a nosotros: “Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo”  ( Jn 14:27). La paz de Cristo, o sea la paz divina, es un don suyo no fabricación humana. Es don infinito, inestimable, plenitud de los bienes espirituales, que todos anhelan aunque no todos conozcan. Es la paz del corazón convertido a Dios, la paz que se nutre de oración y de perdón, la que viene de la Eucaristía, la paz de permanecer en el amor de Dios. Esa paz, la única verdadera, la que da Cristo, no puede ser quitada ni por las asechanzas del mundo ni por los furiosos embates del Enemigo.

El mundo entiende por paz la inexistencia de guerra o de conflictos armados o sociales. En sentido personal supone un cierto estado de tranquilidad condicionado a múltiples factores como, por ejemplo, tener un trabajo remunerado, no padecer privaciones ni enfermedades de gravedad, tener un “futuro materialmente asegurado”, estabilidad en el ambiente familiar y laboral, no temer por la seguridad física propia ni de familiares y amigos y no sentirse expuesto a crisis económicas y financieras ni a inestabilidad en general.
Se comprende que raramente se dan todos esos factores juntos y aún así nadie ignora que una situación tal no puede durar para siempre. Es por ese motivo que la incertidumbre que supone el futuro se vuelve inquietud, que muchos, al no tener a Dios en sus vidas, pretenden salvar recurriendo a alguna de las tantas formas de adivinación o conjurar por otros medios.
La única certeza acerca del futuro es que en algún momento concluirá la vida, tanto la propia como la de las personas más queridas, y ante tal pensamiento - para quien ignora a Dios- sobreviene la angustia y en casos extremos el pánico. 
La paz del mundo no resiste al menor viento de adversidad.
Por lo contrario, la paz que Dios nos pone en el corazón nadie puede quitarla. Es un sello que no se rompe ni ante las calamidades, ni ante la guerra, ni ante la grave enfermedad. Nada ni nadie puede destruirla. Sí contrariar, atacar pero nunca destruir. Sólo nosotros podemos quitárnosla si nos apartamos de Dios. 


Esa es la paz del corazón que Dios da a aquellos que ama. Todos ustedes por medio del Bautismo son llamados y amados de manera especial, por eso, den testimonio y oren para ser mis manos extendidas en este mundo que anhela a Dios y a la paz

Dios quiere que su paz se propague a toda la humanidad. Y a ello viene la Reina de la Paz, a pedirnos oración y testimonio, para ser sus manos extendidas y alcanzar a todos los que no han querido, no han sabido o no han podido acercarse a Cristo para encontrar su paz.

En estos días leía un sabio artículo sobre el nacimiento de Cristo en el que se preguntaba el autor qué sería de nosotros sin ese acontecimiento inesperado para la humanidad. Respondía que no le quedaría al hombre más que hacerse budista o terminar en la mayor banalidad.
Por no conocer a Cristo, por no haber sabido de Él o por haberlo ignorado, por no haber encontrado quienes sí tuvieron y tienen encuentros con el Señor, muchos en Occidente –por falta de la paz verdadera- han ido a hurgar en el Oriente en busca de una supuesta armonía cósmica y de una fuga de la vida para conjurar la angustia de la muerte.
Ellos y todos son llamados a acoger y vivir la buena, bella noticia de Dios que se hizo hombre para salvarnos. Deben también ellos descubrir -y nosotros somos los medios, los instrumentos convocados por la Reina de la Paz- en ese Niño nacido en Belén al Dios con nosotros que nos trae la paz y la vida verdadera. Mientras no lo descubran -a través de nuestro testimonio, de nuestra oración de intercesión por ellos y de acercamiento nuestro a Dios, fuente de la paz y del amor infinito- seguirán transitando caminos que llevan a la nada. Porque si para ellos Dios no vino a la tierra, si no se ha plantado su cruz en la historia de la humanidad, haciendo de su carne mortal instrumento de salvación, si la eternidad no se ha unido al tiempo, lo Infinito a nuestra finitud, dando a la vida un significado de eternidad, toda nuestra existencia es tan sólo un preludio lleno de ruido hacia la nada, al nirvana. Si no hay un Dios que redima, que salve al hombre, todo se deshace como el humo en el aire. Al hombre no le quedaría más que liberarse escapando de la realidad, despreciándola, denunciándola como ilusión y anestesiándose.

El corazón humano no puede encontrar la paz que anhela si no es en Cristo. Por lo mismo, todos los hombres deseando la paz, anhelan, aún sin saberlo, a Dios, revelado en Jesucristo.

Recibimos la paz de Cristo no para retenerla egoístamente en nosotros sino para ser portadores y llevarla al mundo. La paz que llevamos es la que recibimos y renovamos en cada encuentro con el Señor, en cada momento de oración del corazón, en cada Eucaristía celebrada y adorada.

La adoración a Jesucristo en el Santísimo Sacramento es lugar de encuentro íntimo y privilegiado con Él y la forma más elevada de oración posible que nos impulsa a dar testimonio de vida. La Eucaristía recibida en cada comunión sacramental es un encuentro personal con el Señor que, por eso mismo, exige de nosotros adoración. En uno y otro caso, Jesús, desde su presencia eucarística, nos vuelve a dar la paz y todas las gracias para ser portadores de los bienes recibidos al mundo, a nuestro mundo, al ambiente en que vivimos y nos movemos y, al mismo tiempo, nos vuelve testigos de su presencia viva entre nosotros. Quien adora, aún en el silencio, da testimonio a los demás de su fe y de su amor hacia Dios.

Un médico, que se definía agnóstico, se sintió interpelado por la existencia de una capilla de adoración perpetua en su ciudad. Le habían dicho que allí se adoraba a Dios presente en la Santísima Eucaristía y que se sucedían hora tras hora adoradores durante todo el día y toda la noche, siempre, sin interrupción, todos los días. Además, supo que la adoración era silenciosa y que no daban absolutamente nada. Se dijo a sí mismo: “Algo debe haber para que siempre, en todo momento, haya personas y pasen horas en silencio”. Así que decidió ir. Experimentó una paz que nunca antes había conocido. Desde aquella vez no deja ni un solo día de visitar al Santísimo. Se levanta media hora antes para estar con el Señor antes de ir al hospital.
En otra capilla de adoración perpetua, una señora dejó una nota firmada. Decía: “Son más de diez años que no pongo un pie en una iglesia católica. Si antes lo hice fue sólo por alguna visita de arte. Aún no sé cómo entré en este lugar (la capilla). Creo en la paz que aquí hay y quiero encontrarla”. ¿Quién hizo posible ese primer encuentro? Desde luego que la gracia de Dios, pero también las personas que estaban allí en adoración permitiendo que la capilla estuviera abierta y la misma intercesión de los adoradores por personas que no conocen.
En estos días he conocido una religiosa china. Cuando me dijo que venía de la China pensé que venía de Taiwán. No, venía de la China continental, bien del interior. Me contó llena de alegría que en su aldea tienen un párroco santo (me decía sonriendo “como el Santo Cura de Ars”), que pasa mucho tiempo en adoración y les ofrece un gran ejemplo a todos. Sorprendentemente, ellos tienen la Adoración Perpetua. Como la aldea es muy extendida, el párroco la dividió en cuatro partes, de acuerdo a los puntos cardinales, y en cada uno estableció una casa como lugar de adoración permanente. Decía la Hermana, con gran orgullo y alegría, que una de esas casas era la de sus padres. Todos adoran al menos una hora a la semana. Su padre, me seguía contando, lo hace un día por la noche, de una a dos. Su tío lo sigue, de las dos a las tres. Su madre durante el día. Y agregaba: “Es de la Adoración Perpetua que sacamos las fuerzas y tenemos la fortaleza y la paz para hacer frente a la persecución (recuerdo que la persecución es muy dura, que muchos obispos, sacerdotes y fieles son encarcelados, desaparecidos y muertos). Es de la adoración que salen los nuevos misioneros, jóvenes que reciben instrucción para llevar el Evangelio a otras partes. Es de la adoración que nacen las vocaciones a la vida consagrada”.

A la oración, a dar testimonio de Cristo, de su salvación, de su paz, de su amor, todos somos llamados. Todos los bautizados somos llamados a ser portadores y constructores de paz y a proclamar, a quien aún no conoce a Dios, la Buena Nueva que Dios lo ama con amor eterno, que por ese amor sin límites se hizo hombre para salvarlo, darle la paz, hacerle conocer el verdadero amor preludio del Cielo que le espera, si cree en Él y cumple sus mandamientos. Y decirle también que no tema, porque el Señor está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (Cfr. Mc 16:15-16; Mt 28:20).


Que el Señor nos bendiga y nos guarde,
que ilumine su rostro sobre nosotros 
y nos sea propicio ,

que nos muestre su rostro 
y nos conceda la paz (Cfr. Num 6:22s)  


P. Justo Antonio Lofeudo



Fuente: Mensajeros de la Reina de la Paz

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