PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 10 de abril de 2013
Miércoles 10 de abril de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la catequesis pasada nos detuvimos en el acontecimiento de la
Resurrección de Jesús, donde las mujeres tuvieron un papel especial. Hoy
quisiera reflexionar sobre su alcance salvífico. ¿Qué significa la Resurrección
para nuestra vida? Y, ¿por qué sin ella es vana nuestra fe? Nuestra fe se funda
en la muerte y resurrección de Cristo, igual que una casa se asienta sobre los
cimientos: si ceden, se derrumba toda la casa. En la cruz, Jesús se ofreció a
sí mismo cargando sobre sí nuestros pecados y bajando al abismo de la muerte, y
en la Resurrección los vence, los elimina y nos abre el camino para renacer a
una vida nueva. San Pedro lo expresa sintéticamente al inicio de su Primera
Carta, como hemos escuchado: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor,
Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva;
para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible» (1, 3-4).
El Apóstol nos dice que, con la resurrección de Jesús, acontece
algo absolutamente nuevo: somos liberados de la esclavitud del pecado y nos
convertimos en hijos de Dios, es decir, somos generados a una vida nueva.
¿Cuándo se realiza esto por nosotros? En el Sacramento del Bautismo.
Antiguamente, el Bautismo se recibía normalmente por inmersión. Quien iba a ser
bautizado bajaba a la gran pila del Baptisterio, dejando sus vestidos, y el
obispo o el presbítero derramaba tres veces el agua sobre la cabeza,
bautizándole en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Luego, el
bautizado salía de la pila y se ponía la vestidura nueva, blanca: es decir,
nacía a una vida nueva, sumergiéndose en la muerte y resurrección de Cristo. Se
convertía en hijo de Dios. San Pablo en la Carta
a los Romanos escribe:
vosotros «habéis recibido un espíritu de hijos de Dios, en el que clamamos:
“¡Abba, Padre!”» (Rm 8,
15). Es precisamente el Espíritu que hemos recibido en el Bautismo que nos
enseña, nos impulsa, a decir a Dios: «Padre», o mejor, «Abba!» que significa
«papá». Así es nuestro Dios: es un papá para nosotros. El Espíritu Santo
realiza en nosotros esta nueva condición de hijos de Dios. Este es el más
grande don que recibimos del Misterio pascual de Jesús. Y Dios nos trata como a
hijos, nos comprende, nos perdona, nos abraza, nos ama incluso cuando nos
equivocamos. Ya en el Antiguo Testamento, el profeta Isaías afirmaba que si una
madre se olvidara del hijo, Dios no se olvida nunca de nosotros, en ningún
momento (cf. 49, 15). ¡Y esto es hermoso!
Sin embargo, esta relación filial con Dios no es como un tesoro
que conservamos en un rincón de nuestra vida, sino que debe crecer, debe ser
alimentada cada día con la escucha de la Palabra de Dios, la oración, la
participación en los Sacramentos, especialmente la Penitencia y la Eucaristía,
y la caridad. Nosotros podemos vivir como hijos. Y esta es nuestra dignidad
—nosotros tenemos la dignidad de hijos—, comportarnos como verdaderos hijos.
Esto quiere decir que cada día debemos dejar que Cristo nos transforme y nos
haga como Él; quiere decir tratar de vivir como cristianos, tratar de seguirle,
incluso si vemos nuestras limitaciones y nuestras debilidades. La tentación de
dejar a Dios a un lado para ponernos a nosotros mismos en el centro está
siempre a la puerta, y la experiencia del pecado hiere nuestra vida cristiana,
nuestro ser hijos de Dios. Por esto debemos tener la valentía de la fe y no
dejarnos guiar por la mentalidad que nos dice: «Dios no sirve, no es importante
para ti», y así sucesivamente. Es precisamente lo contrario: sólo comportándonos
como hijos de Dios, sin desalentarnos por nuestras caídas, por nuestros
pecados, sintiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva, animada por la
serenidad y por la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra
esperanza!
Queridos hermanos y hermanas, debemos tener nosotros, en primer
lugar, bien firme esta esperanza y debemos ser de ella un signo visible, claro,
luminoso para todos. El Señor resucitado es la esperanza que nunca decae, que
no defrauda (cf. Rm 5, 5). La esperanza no defrauda.
¡La esperanza del Señor! Cuántas veces en nuestra vida las esperanzas se
desvanecen, cuántas veces las expectativas que llevamos en el corazón no se
realizan. Nuestra esperanza de cristianos es fuerte, segura, sólida en esta
tierra, donde Dios nos ha llamado a caminar, y está abierta a la eternidad,
porque está fundada en Dios, que es siempre fiel. No debemos olvidar: Dios es
siempre fiel; Dios es siempre fiel con nosotros. Que haber resucitado con
Cristo mediante el Bautismo, con el don de la fe, para una herencia que no se
corrompe, nos lleve a buscar mayormente las cosas de Dios, a pensar más en Él,
a orarle más. Ser cristianos no se reduce a seguir los mandamientos, sino que
quiere decir ser en Cristo, pensar como Él, actuar como Él, amar como Él; es
dejar que Él tome posesión de nuestra vida y la cambie, la transforme, la
libere de las tinieblas del mal y del pecado.
Queridos hermanos y hermanas, a quien nos pida razón de la
esperanza que está en nosotros (cf. 1
P 3, 15), indiquemos al
Cristo resucitado. Indiquémoslo con el anuncio de la Palabra, pero sobre todo
con nuestra vida de resucitados. Mostremos la alegría de ser hijos de Dios, la
libertad que nos da el vivir en Cristo, que es la verdadera libertad, la que
nos salva de la esclavitud
del mal, del pecado, de la muerte. Miremos a la Patria celestial: tendremos una
nueva luz también en nuestro compromiso y en nuestras fatigas cotidianas. Es un
valioso servicio que debemos dar a este mundo nuestro, que a menudo no logra ya
elevar la mirada hacia lo alto, no logra ya elevar la mirada hacia Dios.
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