El amor perdona todo
Palabra del Señor.
Queridos
Hermanos y Hermanas:
Así sea.
Fuente:
Pedro se había
“enamorado” del Mesías a primera vista. Por él había abandonado todo en un
instante: familia, barca, trabajo. Esto no quiere decir que no le haya costado.
En cierta ocasión, preguntó a Jesús qué podían esperar ellos que lo habían
abandonado todo… Él había manifestado al Maestro, varias veces, una fidelidad
incondicional. Había sido el primero en expresar sus sentimientos y jurar que
por él estaba dispuesto a morir. Se entusiasmaba con el proyecto de Jesús, o
mejor dicho, con el que él suponía que Jesús tenía. Pero tuvo mucho que
aprender. Jesús iba más lejos de lo que él pensaba y esperaba, y le llenó la
vida de sorpresas. Un momento muy amargo fue el de la Pasión con la traición al
Maestro al negarlo tres veces. Después de los sucesos de Jerusalén, el grupo de
los discípulos había vuelto a Galilea, al mar de Tiberíades. Y Pedro invita a
ir a pescar…Pasa toda la noche sin sacar nada. Y al amanecer, cuando ya termina
el buen momento de la pesca, un extraño los invita a tirar la red al otro lado,
y no salen del asombro por el inesperado resultado. Jesús los espera en la
playa con pescado y pan… Da gracias, y los invita a comer… Los gestos recuerdan
la última cena y el encuentro de Emaús. El lugar les recuerda que precisamente
a orillas de ese lago, Jesús había saciado el hambre de más de cinco mil
personas con pan y pescado… exactamente como en ese instante. Cuántos recuerdos
habrán vuelto a la memoria de los apóstoles… A la triple negación de Pedro, se
contrapone una triple manifestación de amor. Pedro demuestra su amor
incondicional. Jesús lo recibe, lo sana, lo hace una nueva criatura y le confía
el rebaño. También le anuncia que va a morir como él. Pedro nunca olvidará su
confesión de amor, como tampoco su negación y la profecía de Jesús. Ésta es la
experiencia del creyente: muchas veces hemos herido el amor del Señor, tantas y
más veces nos ha sanado. Somos testigos vivientes de un amor que es más fuerte
que la muerte.
P. Aderico Dolzani, ssp.
PRIMERA
LECTURA
Hech
5, 27-32. 40b-41
Lectura
de los Hechos de los Apóstoles.
Cuando los
Apóstoles fueron llevados al Sanedrín, el Sumo Sacerdote les dijo:
"Nosotros les habíamos prohibido expresamente predicar en ese Nombre, y
ustedes han llenado Jerusalén con su doctrina. ¡Así quieren hacer recaer sobre
nosotros la sangre de ese hombre!". Pedro, junto con los Apóstoles,
respondió: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de
nuestros padres ha resucitado a Jesús, al que ustedes hicieron morir
suspendiéndolo del patíbulo. A él, Dios lo exaltó con su poder, haciéndolo Jefe
y Salvador, a fin de conceder a Israel la conversión y el perdón de los
pecados. Nosotros somos testigos de estas cosas, nosotros y el Espíritu Santo
que Dios ha enviado a los que le obedecen". Después de hacerlos azotar, les
prohibieron hablar en el nombre de Jesús y los soltaron. Los Apóstoles, por su
parte, salieron del Sanedrín, dichosos de haber sido considerados dignos de
padecer por el Nombre de Jesús.
Palabra de Dios.
SALMO
Sal
29, 2. 4-6. 11-12a. 13b
Yo te
glorifico, Señor, porque tú me libraste. O bien: Aleluya.
Yo te glorifico, Señor, porque tú me
libraste
y no quisiste que mis enemigos se
rieran de mí.
Tú, Señor, me levantaste del Abismo
y me hiciste revivir,
cuando estaba entre los que bajan al
sepulcro.
Canten al Señor, sus fieles;
den gracias a su santo Nombre,
porque su enojo dura un instante,
y su bondad, toda la vida:
si por la noche se derraman
lágrimas,
por la mañana renace la alegría.
"Escucha, Señor, ten piedad de
mí;
ven a ayudarme, Señor".
Tú convertiste mi lamento en júbilo.
¡Señor, Dios mío, te daré gracias
eternamente!
SEGUNDA
LECTURA
Apoc
5, 11-14
Lectura
del libro del Apocalipsis.
Yo, Juan, oí la voz
de una multitud de Ángeles que estaban alrededor del trono, de los Seres
Vivientes y de los Ancianos. Su número se contaba por miles y millones, y
exclamaban con voz potente: "El Cordero que ha sido inmolado es digno de
recibir el poder y la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor, la gloria y
la alabanza". También oí que todas las criaturas que están en el cielo,
sobre la tierra, debajo de ella y en el mar, y todo lo que hay en ellos,
decían: "Al que está sentado sobre el trono y al Cordero, alabanza, honor,
gloria y poder, por los siglos de los siglos". Los cuatro Seres Vivientes
decían: "¡Amén!", y los Ancianos se postraron en actitud de
adoración.
Palabra de Dios.
Aleluya.
Resucitó Cristo, que creó todas las cosas y tuvo misericordia de su pueblo.
Aleluya.
EVANGELIO
Jn
21, 1-19
Evangelio
de nuestro Señor Jesucristo según san Juan.
Jesús resucitado se
apareció otra vez a los discípulos a orillas del mar de tiberíades. Sucedió
así: estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de
Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. Simón Pedro les dijo:
"Voy a pescar". Ellos le respondieron: "Vamos también
nosotros". Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron
nada. Al amanecer, Jesús estaba en la orilla, aunque los discípulos no sabían
que era él. Jesús les dijo: "Muchachos, ¿tienen algo para comer?".
Ellos respondieron: "No". Él les dijo: "Tiren la red a la
derecha de la barca y encontrarán". Ellos la tiraron y se llenó tanto de
peces que no podían arrastrarla. El discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro: "¡Es
el Señor!". Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ciñó la túnica,
que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua. Los otros discípulos
fueron en la barca, arrastrando la red con los peces, porque estaban sólo a
unos cien metros de la orilla. Al bajar a tierra vieron que había fuego
preparado, un pescado sobre las brasas y pan. Jesús les dijo: "Traigan
algunos de los pescados que acaban de sacar". Simón Pedro subió a la barca
y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: eran ciento cincuenta y tres y,
a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: "Vengan a
comer". Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: "¿Quién
eres?", porque sabían que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y se
lo dio, e hizo lo mismo con el pescado. Ésta fue la tercera vez que Jesús
resucitado se apareció a sus discípulos. Después de comer, Jesús dijo a Simón
Pedro: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?". Él le
respondió: "Sí, Señor, tú sabes que te quiero". Jesús le dijo:
"Apacienta mis corderos". Le volvió a decir por segunda vez:
"Simón, hijo de Juan, ¿me amas?". Él le respondió: "Sí, Señor,
sabes que te quiero". Jesús le dijo: "Apacienta mis ovejas". Le
preguntó por tercera vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?". Pedro
se entristeció de que por tercera vez le preguntara si lo quería, y le dijo:
"Señor, tú lo sabes todo; sabes que te quiero". Jesús le dijo:
"Apacienta mis ovejas. Te aseguro que cuando eras joven, tú mismo te
vestías e ibas a donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás tus brazos,
y otro te atará y te llevará a donde no quieras". De esta manera, indicaba
con qué muerte Pedro debía glorificar a Dios. Y después de hablar así, le dijo:
"Sígueme".
CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica
de San Pablo Extramuros
III Domingo de Pascua, 14 de abril de 2013
III Domingo de Pascua, 14 de abril de 2013
Me alegra celebrar la Eucaristía con ustedes en esta Basílica.
Saludo al Arcipreste, el Cardenal James Harvey, y le agradezco las palabras que
me ha dirigido; junto a él, saludo y doy las gracias a las diversas
instituciones que forman parte de esta Basílica, y a todos vosotros. Estamos
sobre la tumba de san Pablo, un humilde y gran Apóstol del Señor, que lo ha
anunciado con la palabra, ha dado testimonio de él con el martirio y lo ha
adorado con todo el corazón. Estos son precisamente los tres verbos sobre los
que quisiera reflexionar a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado:
anunciar, dar testimonio, adorar.
1. En la Primera Lectura llama la atención la fuerza de Pedro y
los demás Apóstoles. Al mandato de permanecer en silencio, de no seguir
enseñando en el nombre de Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos responden
claramente: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Y no los detiene
ni siquiera el ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles
anuncian con audacia, con parresia, aquello que han recibido, el Evangelio de
Jesús. Y nosotros, ¿somos capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros
ambientes de vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que representa para
nosotros, en familia, con los que forman parte de nuestra vida cotidiana? La fe
nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio.
2. Pero demos un paso más: el anuncio de Pedro y de los Apóstoles
no consiste sólo en palabras, sino que la fidelidad a Cristo entra en su vida,
que queda transformada, recibe una nueva dirección, y es precisamente con su
vida con la que dan testimonio de la fe y del anuncio de Cristo. En el
Evangelio, Jesús pide a Pedro por tres veces que apaciente su grey, y que la
apaciente con su amor, y le anuncia: «Cuando seas viejo, extenderás las manos,
otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). Esta es una palabra dirigida a
nosotros, los Pastores: no se puede apacentar el rebaño de Dios si no se acepta
ser llevados por la voluntad de Dios incluso donde no queremos, si no hay
disponibilidad para dar testimonio de Cristo con la entrega de nosotros mismos,
sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de nuestra vida. Pero esto
vale para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado. Cada uno
debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el
valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano,
obedeciendo a Dios? Es verdad que el testimonio de la fe tiene muchas formas,
como en un gran mural hay variedad de colores y de matices; pero todos son
importantes, incluso los que no destacan. En el gran designio de Dios, cada
detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío,
también ese escondido de quien vive con sencillez su fe en lo cotidiano de las
relaciones de familia, de trabajo, de amistad. Hay santos del cada día, los
santos «ocultos», una especie de «clase media de la santidad», como decía un
escritor francés, esa «clase media de la santidad» de la que todos podemos
formar parte. Pero en diversas partes del mundo hay también quien sufre, como
Pedro y los Apóstoles, a causa del Evangelio; hay quien entrega la propia vida
por permanecer fiel a Cristo, con un testimonio marcado con el precio de su
sangre. Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin
el testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer
en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria a Dios. Me
viene ahora a la memoria un consejo que San Francisco de Asís daba a sus
hermanos: predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las
palabras. Predicar con la vida: el testimonio. La incoherencia de los fieles y
los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo de
vivir, mina la credibilidad de la Iglesia.
3. Pero todo esto solamente es posible si reconocemos a
Jesucristo, porque es él quien nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su
camino, nos ha elegido. Anunciar y dar testimonio es posible únicamente si
estamos junto a él, justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban
en torno a Jesús resucitado, como dice el pasaje del Evangelio de hoy; hay una
cercanía cotidiana con él, y ellos saben muy bien quién es, lo conocen. El
Evangelista subraya que «ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle
quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21,12). Y esto es un punto importante
para nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y
de vida, de tal manera que lo reconozcamos como «el Señor». ¡Adorarlo! El
pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miríadas
de ángeles, todas las creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en
adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien
se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap 5,11-14). Quisiera que nos hiciéramos
todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para
pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo? Pero,
entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a
pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la
más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida,
de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy
preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor
quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere
decir afirmar, creer – pero no simplemente de palabra – que únicamente él guía
verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos
convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios
de nuestra historia.
Esto tiene una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos
ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los
cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a
menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, el carrerismo, el
gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por
encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida,
algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros. Esta tarde quisiera que
resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y que respondiéramos a ella con
sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide
adorar al Señor? Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más
recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor nos llama cada día a
seguirlo con valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos
como discípulos suyos; nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado,
pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en
lo cotidiano. El Señor es el único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita
a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a él. Anunciar, dar
testimonio, adorar. Que la Santísima Virgen María y el Apóstol Pablo nos ayuden
en este camino, e intercedan por nosotros.
Así sea.
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