jueves, 31 de mayo de 2012

Domingo de Pentecostés Ciclo B 27-05-12

El don más grande es el amor
      La obra de Lucas comprende dos libros. En el primero, el evangelio narra la venida de Jesús y el nacimiento de una pequeña comunidad de discípulos, varones y mujeres, que Jesús reúne alrededor suyo. En el segundo, narra la venida del Espíritu Santo y el aumento paulatino de los miembros de esa comunidad inicial, cuyo destino es ahora llegar a transformar la comunidad humana en toda la tierra (Hech 1, 8). Para Lucas el don del Espíritu Santo es el acontecimiento “fundante” de esta comunidad: alrededor de los apóstoles y asentada sobre su testimonio referente a la resurrección de Jesucristo, una multiforme comunidad de hombres y mujeres recibe el don del Espíritu de Jesús. Éste sería, tal vez, el sentido del número de 120 personas (Hech 1,15), 10 por cada apóstol. nos da Lucas dos signos proféticos acerca de la importancia de este acontecimiento. El primero es el milagro del don de lenguas, que no es la glosolalia de 1cor 14, sino que es un signo profético: la Iglesia será capaz, de ahora en adelante, de anunciar la salvación de Jesús a cada ser humano y de llegar a su corazón. Pedro, en efecto, habla en su lengua, pero sus palabras son recibidas por los presentes en la lengua propia de cada uno. El segundo es la milagrosa unidad íntima que reinaba entre los discípulos con y por la presencia de María (Hech 1, 14; 2, 44-48). Puede ser que el segundo tenga una relación con el primero: la eficacia de esta capacidad universal de diálogo está asegurada por el don de la unidad de los creyentes (Jn 17, 21-23). El pasaje del evangelio complementa bien la narrativa de los Hechos. El don del Espíritu confiere a la comunidad de los que estuvieron con Jesús desde el principio, la misión de ser, Jesús ahora y para todo el mundo, lo que él había sido en la cruz: una fuente inagotable de perdón del pecado.
P. Aldo Ranieri
PRIMERA LECTURA
Hech 2, 1-11

Lectura de los Hechos de los apóstoles.

      Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: "¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios".

Palabra de Dios.

SALMO
Sal 103, 1. 24. 29-31. 34

Señor, envía tu Espíritu y renueva la faz de la tierra.

Bendice al Señor, alma mía: 
¡Señor, Dios mío, qué grande eres! 
¡Qué variadas son tus obras, Señor! 
¡La tierra está llena de tus criaturas! 

Si les quitas el aliento, 
expiran y vuelven al polvo. 
Si envías tu aliento, son creados, 
y renuevas la superficie de la tierra.

¡Gloria al Señor para siempre, 
alégrese el Señor por sus obras! 
Que mi canto le sea agradable, 
y yo me alegraré en el Señor. 

LECTURA
1Cor 12, 3-7. 12-13

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Corinto.

      Hermanos: Nadie puede decir: "Jesús es el Señor", si no está impulsado por el Espíritu Santo. Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común. Así como el cuerpo tiene muchos miembros, y sin embargo, es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo. Porque todos hemos sido bautizados en un solo Espíritu para formar un solo Cuerpo ?judíos y griegos, esclavos y hombres libres? y todos hemos bebido de un mismo Espíritu.

Palabra de Dios.

EVANGELIO
Jn 20, 19-23

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan.

      Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: "¡La paz esté con ustedes!". Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: "¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes". Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: "Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan".

Palabra del Señor.

En español, la homilía de Benedicto XVI, Misa de Pentecostés en San Pedro del Vaticano (27-5-2012)


      Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo, aun si estamos cada vez más cercanos unos de otros con el desarrollo de los medios de comunicación, y las distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión y la comunión entre las personas muchas veces es superficial y difícil. Permanecen desequilibrios que no rara vez conducen a conflictos; el diálogo entre las generaciones se hace fatigoso y en ocasiones prevalece la contraposición; asistimos a eventos cotidianos en los cuales nos parece que los hombres se están haciendo más agresivos y malhumorados; comprenderse parece demasiado difícil y se prefiere permanecer en el propio yo, en los propios intereses. En esta situación ¿podemos verdaderamente encontrar y vivir aquella unidad de la que tenemos tanta necesidad?

      La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura (cfr At 2,1-11), contiene en fondo uno de los últimos grandes frescos que encontramos al inicio del Antiguo Testamento: la antigua historia de la construcción de la Torre de Babel (cfr Gen 11,1-9). Pero ¿qué cosa es Babel? Es la descripción de un reino en el que los hombres han concentrado tanto poder de llegar a pensar en no tener que hacer mas referencia a un Dios lejano y de ser talmente fuertes, de poder construir por sí solos un camino que conduzca al cielo para abrir sus puertas y colocarse en el lugar de Dios. Pero justo en esta situación se verifica algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando juntos para construir la torre, de repente se dieron cuenta que estaban construyendo el uno contra el otro. Mientras trataban de ser como Dios, corrían el peligro de no ser más ni siquiera hombres, porque habían perdido un elemento fundamental del ser personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos.


       Este pasaje bíblico contiene una perenne verdad; lo podemos ver a lo largo de la historia, pero también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivientes, llegando casi hasta el mismo ser humano. En esta situación, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo aquello que queremos. Pero no nos percatamos de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad, hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de obtener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que haya crecido la capacidad de comprendernos, o tal vez, paradójicamente, nos comprendemos menos? Entre los hombres ¿no parece tal vez serpentear un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta convertirnos inclusive peligrosos los unos para los otros? Regresamos entonces a la pregunta inicial:

      ¿Puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo?
La respuesta la encontramos en la Sagrada Escritura: la unidad puede existir solamente con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Ésto es aquello que se verificó en Pentecostés. Aquella mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo descendió sobre los discípulos congregados, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El temor desapareció, el corazón sintió una nueva fuerza, las lenguas se liberaron e iniciaron a hablar con franqueza, en modo que todos pudieran comprender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división y enajenamiento, nacieron la unidad y la comprensión.

       Pero miremos el Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma «Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad» (Jn 16,13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué cosa es la Iglesia y cómo ella debe vivir para ser sí misma, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no permanecer cerrados en el propio «yo», sino orientarse hacia el todo; significa acoger en sí mismos a la Iglesia toda entera o, aún mejor, dejar interiormente que ella nos acoja.

       Entonces, cuando hablo, pienso, actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir de todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede continuar resonando en los corazones y en las mentes de los hombres e impulsándolos a encontrarse y acogerse recíprocamente. El Espíritu, justamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda la verdad, que es Jesús, nos guía en el profundizarla, en comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento cerrándonos en nuestro yo, sino solamente siendo capaces de escuchar y de compartir, solamente en el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Y así se hace cada vez más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres quieren hacerse Dios, pueden solo ponerse el uno contra el otro. Donde en cambio se colocan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu que los sostiene y une.

      La contraposición entre Babel y Pentecostés resuena también en la segunda lectura, donde el Apóstol dice: “Los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán arrastrados por los deseos de la carne” (Gal 5,16). San Pablo nos explica que nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, por una división entre los impulsos que provienen de la carne y aquellos que provienen del Espíritu; y nosotros no podemos seguirlos todos. No podemos, en efecto, ser contemporáneamente egoístas y generosos, seguir la tendencia de dominar sobre los demás y sentir la alegría del servicio desinteresado. Debemos siempre elegir cual impulso seguir y lo podemos hacer en modo auténtico solamente con la ayuda del Espíritu de Cristo. San Pablo menciona las obras de la carne, son los pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia, rivalidad, desacuerdos; son pensamientos y acciones que no nos hacen vivir en modo verdaderamente humano y cristiano, en el amor. Es una dirección que conduce a perder la propia vida. En cambio el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de la vida divina que está en nosotros. Afirma, en efecto, san Pablo: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz» (Gal 5,22). Notamos que el Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la dispersión del ser humano, mientras usa el singular para definir la acción del Espíritu, habla de «fruto», igual que como a la dispersión de Babel se contrapone la unidad de Pentecostés.

      Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto debemos orar para que el Espíritu nos ilumine y nos guíe para vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y para acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia. La narración de Lucas sobre Pentecostés nos dice que Jesús antes de subir al cielo les pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse para recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a la espera del evento prometido (cfr At 1,14). En recogimiento con María, como en su nacimiento, la Iglesia también hoy ora: «Veni Sancte Spiritus! – Ven Espíritu Santo, colma los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.

Fuente:

Estos artículos fueron tomados de las páginas antes citadas con el permiso de las mismas.

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