"Queridos hijos, con amor materno les ruego: denme sus manos, permítanme que los guíe. Yo, como Madre, deseo salvarlos de la inquietud, de la desesperación y del exilio eterno. Mi Hijo, con su muerte en la cruz, ha demostrado cuánto los ama, dándose a sí mismo en sacrificio por ustedes y por sus pecados. No rechacen su sacrificio y no renueven sus sufrimientos con sus pecados. No se cierren a ustedes mismos la puerta del Paraíso. Hijos míos, no pierdan tiempo. Nada es más importante que la unidad en mi Hijo. Yo los ayudaré, porque el Padre Celestial me envía para que juntos podamos mostrar el camino de la gracia y de la salvación a cuantos no Lo conocen. No sean duros de corazón. Confíen en mí y adoren a mi Hijo. Hijos míos, no pueden avanzar sin pastores. Que cada día estén ellos en sus oraciones. ¡Gracias!"
Comentario
¡Con cuánta ternura la Santísima Virgen se dirige a
todos sus hijos para pedirles que, como los niños pequeños hacen con sus
madres, le den sus manos y no se suelten de la suya! Lo pide porque simplemente
los riesgos son cada vez mayores, porque el camino se vuelve escabroso y es
fácil caer y perderse. La oscuridad y la confusión crecen y con ellos la
desorientación de las personas, aún de las creyentes. Éste es el tiempo en el
que se tienden falsas manos. Lo que es más preocupante y desconcertante es que
algunas de esas falsas guías vienen hasta de algunos religiosos y miembros –al
menos nominalmente- de la Iglesia, ofreciendo consejos de auto ayuda y
falsamente espirituales, que nada tienen que ver con las enseñanzas de Nuestro
Señor y que lejos de llevar a Cristo apartan de Él o dan la imagen de un Cristo
falso. Y, lo peor, hay que decirlo, es que sus libros se venden en librerías
católicas como se vendieron por muchos años libros de otro autor, libros que
fueron condenados por la Iglesia.
A este panorama de gran confusión se suman los
falsos videntes que pululan por doquier, con ropajes de profetas y mensajes que
imitan el tono y las palabras de la Santísima Virgen, pero que no es Ella. El
riesgo de caer en la emboscada lo corren quienes están detrás de nuevas
revelaciones y se deslumbran ante mensajes, en sí aparentemente buenos, pero en
los que el énfasis está puesto en predicciones de calamidades. Es decir, cuando
el punto de atracción es el futuro, probablemente por miedo a ese futuro.
Queriendo, muchas veces morbosamente, saber qué va a ocurrir en lo inmediato,
cuándo será la fecha del Aviso, o de la Señal, no sólo no se ocupan del
presente, como manda el Señor, sino que caen en la trampa que tiende el
Enemigo.
Nuestra Madre nos ofrece la guía verdadera y segura
para salvarnos “de la inquietud, de la desesperación y del exilio eterno”. Se
advierte que esos tres males que menciona no están aislados entre sí, sino que
suele ser la escala creciente por donde se puede llegar a la condenación. Esto
ocurre cuando se comienza con el ánimo perturbado, el corazón en agitación y
esa suerte de inquietud permanente, para pasar luego a la desesperación y
-cuando Dios es lejano o no está presente en la vida de la persona- desesperar
terminando en el exilio eterno, o sea en el mismo infierno.
Pues, para salvarnos de caer en la angustia, en el
desasosiego, en la inquietud y en la desesperación y en consecuencias aún
peores, la Madre de Dios nos lleva a su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador. Nos
pide unirnos a Él porque fuera o apartados de Él no hay salvación. Claramente
nos lo dice el Señor: “Yo soy la Vid, vosotros los sarmientos. El que
permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí no
podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el
sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden”(Jn
15:5-6). Permanecer en Cristo es, como lo pide nuestra Madre, estar unido a
Él.
Ignorar a Cristo es ignorar y despreciar la
salvación, es hacer vano su sacrificio. Jesucristo dio su vida para liberarnos
de todo mal. La muerte del Señor en la cruz, por la que viene nuestra
salvación, es también muerte ejemplar porque a través de ella, Jesucristo nos
muestra cuánto nos ha amado y cuánto nos ama. Su muerte en la cruz -que
voluntariamente aceptó porque así lo quería el Padre- es la mayor evidencia
posible de hasta qué extremo nos ama Dios.
El Señor derramó toda su sangre para que nuestros
pecados fueran cancelados. Y los pecados son cancelados en la medida de nuestro
arrepentimiento y de nuestra aceptación del sacrificio redentor. De nuestra
aceptación de Jesucristo como nuestro único Salvador. Por eso, no unirse a Él
en las oraciones y en la participación del sacrificio de la Santa Misa, no
recurrir al sacramento de la confesión es cerrarse, por propia voluntad o
negligencia, la puerta del Paraíso, es excluirse de la eternidad con Dios, es
ir hacia el exilio eterno.
No hay nada más importante en la vida que salvar la
vida para la eternidad y la salvación propia implica necesariamente la
salvación de otros. La salvación no es una simple aventura personal. Como
cuando se dice: “Yo me salvo y basta”. Porque la salvación implica un camino
hacia Dios y en ese camino hay otros a quienes amar y ayudar y con quienes
compartir la marcha.
El Papa Pío XII había quedado vivamente
impresionado por una frase pronunciada por la Santísima Virgen en Fátima: “Muchas
almas se pierden porque no hay quienes rueguen y hagan sacrificios por ellas”. Para
que las almas no se pierdan la Santísima Virgen insiste en la profundización de
la conversión de los hijos que la escuchan. Esos hijos somos nosotros. Por eso,
nos pide orar y sacrificarnos por aquellos que aún no conocen el amor de Dios.
Por eso, de distintas maneras, nos dice: “Ayúdenme”. Mientras tanto, nos
asegura que Ella nos ayuda. “Yo los ayudaré, porque el Padre Celestial
me envía para que juntos podamos mostrar el camino de la gracia y de la
salvación a cuantos no Lo conocen”.
Nosotros, unidos a Ella, para poder estar unidos a
Cristo, y juntos, en esta obra de corredención, mostrar, en momentos de gran
confusión, por dónde pasa el camino que lleva al Dios verdadero.
El celo por la salvación de la almas debe estar
íntimamente unido al amor de Dios en todo cristiano y particularmente en todo pastor.
El egoísmo, la dureza del corazón cierran la visión al drama que está por
delante. Nada menos que el drama de la salvación eterna. Este llamado “no
sean duros de corazón”, “no hay tiempo para perder”, como el otro “ustedes
aún están lejos”, debe hacernos recapacitar a todos y mucho.
Esta parte del mensaje concluye con la exhortación
a confiar en Ella, en total abandono, y en adorar a su Hijo. Esta mención breve
y al final del mensaje es de suma importancia. Confiar en Ella, abandonarse a
su guía y adorar al Señor.
Al Corazón del Señor no sólo lo ofenden los
ultrajes y los sacrilegios que se cometen contra él sino también -como lo
expresa la oración de reparación que el Ángel de la Paz le enseñó a los
pastorcitos de Fátima- las indiferencias.
La presencia de Dios exige de nosotros la
adoración. Por eso, ante la presencia del Señor en la Eucaristía nuestra
inmediata respuesta debe ser la adoración. Adoración del corazón, adoración
espiritual pero también gestual. En el gesto, en la actitud debe reflejarse el
sometimiento amoroso a quien es nuestro Creador y Salvador.
La más íntima unión con Cristo, a la que nos urge
nuestra Madre porque “nada hay más importante”, esa unidad que no admite más
demoras, adviene en la Eucaristía, sea durante el sacrificio de la Misa sea en
la adoración ante el Santísimo.
La Santa Misa es en sí mismo el acto más sublime de
adoración y en ella hay momentos particulares de adoración (que incluso se
manifiestan con gestos corporales como el arrodillarse) como son la consagración
del pan y del vino y la elevación del Cuerpo y del cáliz con la Sangre del
Señor. El momento culminante es el de la comunión sacramental, encuentro
personal entre Dios presente en la Sagrada Hostia y el comunicante. Tal
encuentro exige adoración. Más aún, la adoración debe preceder la comunión
sacramental. Tanto el Beato Juan Pablo II como nuestro actual Papa, Benedicto
XVI, han recordado las palabras de san Agustín: “Que nadie coma de esa
carne (es decir, que nadie comulgue) sin antes adorarla… porque si no la
adorásemos pecaríamos”. La unión con Cristo es, necesariamente y
primero, unión de adoración.
Como leemos al final del mensaje, la Santísima
Virgen, que reclama de nosotros seguimiento, no excluye de la guía a los
pastores, sacerdotes y obispos. Más aún, dice que sin pastores el pueblo de
Dios no puede avanzar. Pues está diciendo poco más o menos “si ustedes no rezan
(y agrega muchas veces “si no ofrecen sacrificios”) no tendrán buenos pastores
que los guíen”.
También los pastores, como hijos de la Santísima
Virgen, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia, Madre de los sacerdotes, debemos
abandonarnos a su guía. El Beato Papa Juan Pablo II había consagrado su persona
y su pontificado a la Santísimo Virgen, haciendo suyo el lema “Totus tuus”.
Benedicto XVI, en el mismo año sacerdotal, fue a Fátima y delante de la imagen
de la Capelinha, donde apareció la Virgen por vez primera, consagró a todos los
sacerdotes con estas palabras que en el presente mensaje tienen especial
resonancia:
“Madre Inmaculada, en este lugar de gracia, convocados por el amor de tu Hijo Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, nosotros, hijos en el Hijo y sacerdotes suyos, nos consagramos a tu Corazón materno, para cumplir fielmente la voluntad del Padre.
“Madre Inmaculada, en este lugar de gracia, convocados por el amor de tu Hijo Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, nosotros, hijos en el Hijo y sacerdotes suyos, nos consagramos a tu Corazón materno, para cumplir fielmente la voluntad del Padre.
Somos
conscientes de que, sin Jesús,no podemos hacer nada (Cf. Juan 15,5) y de que,
sólo por Él, con Él y en Él, seremos instrumentos de salvación para el mundo...
Madre de Misericordia, ha sido tu Hijo Jesús quien nos ha llamado a ser como
Él: luz del mundo y sal de la tierra (Cf. Mateo 5,13-14).
Ayúdanos,
con tu poderosa intercesión, a no desmerecer esta vocación sublime, a no ceder
a nuestros egoísmos, ni a las lisonjas del mundo, ni a las tentaciones del
Maligno…
Madre de la
Iglesia, nosotros, sacerdotes, queremos ser pastores que no se apacientan
a sí mismos, sino que se entregan a Dios por los hermanos, encontrando la
felicidad en esto. Queremos cada día repetir humildemente no sólo de palabra
sino con la vida, nuestro "aquí estoy".
Guiados por
ti queremos ser apóstoles de la Divina Misericordia, llenos de gozo por
poder celebrar diariamente el Santo Sacrificio del Altar y ofrecer a
todos los que nos lo pidan el sacramento de la Reconciliación… Madre
nuestra desde siempre, no te canses de "visitarnos",
consolarnos, sostenernos. Ven en nuestra ayuda y líbranos de todos los peligros
que nos acechan. Con este acto de ofrecimiento y consagración, queremos
acogerte de un modo más profundo y radical, para siempre y totalmente, en
nuestra existencia humana y sacerdotal…”.
P. Justo Antonio Lofeudo
P. Justo Antonio Lofeudo
Fuente: Mensajeros de la Reina de la Paz
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