La solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo es la fiesta de la unidad de la Iglesia. Desde el siglo III se celebra esta fiesta y ambos han estado unidos en la liturgia y en las celebraciones. Hombres muy distintos con formas de ser muy distintas han sabido estar unidos y permanecer juntos persiguiendo un objetivo común: llevar por el mundo el Evangelio de Nuestro Señor, evangelizar a los hombres y comunicar la Buena Nueva de la salvación en cada rincón del planeta. Hoy también se celebra el día del Papa, el sucesor de san Pedro, el Vicario de Cristo, el hombre que carga sobre sus espaldas la responsabilidad espiritual de la Iglesia Católica. A él le debemos obediencia y respeto y por él debemos orar diariamente.
El Misterio pascual
1. Él, que había amado a los
suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin (Jn, 13,1). Dios ama a su
criatura, el hombre; lo ama también en su caída y no lo abandona a sí mismo. Él
ama hasta el fin. LLeva su amor hasta el final, hasta el extremo: baja de su
gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste
con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se
arrodila ante nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava nuestros pies
sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos
de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos
hacer jamás.
Dios no es un Dios lejano,
demasiado distante y demasiado grande como para ocuparse de nuestras bagatelas.
Dado que es grande, puede interesarse también en las cosas pequeñas. Dado que
es grande, el alma del hombre, el hombre mismo, creado por el amor eterno, no
es algo pequeño, sino que es grande y digno de su amor. La santidad de Dios no
es sólo un poder incandescente, ante el cual debemos alejarnos aterrorizados;
es poder de amor y, por esto, es poder purificador y sanador.
Fuente:
- Encuentro con la palabra (Junio 2012)
- Los cinco minutos de Benedicto XVI
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