PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 12 de junio de 2013
Miércoles 12 de junio de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos
días!
Hoy desearía detenerme brevemente en otro de los
términos con los que el Concilio Vaticano II definió a la Iglesia: «Pueblo de
Dios» (cf. const. dogm. Lumen gentium, 9; Catecismo de la
Iglesia católica, 782). Y lo hago con algunas preguntas sobre las cuales cada uno podrá
reflexionar.
¿Qué quiere decir ser «Pueblo de Dios»? Ante todo
quiere decir que Dios no pertenece en modo propio a pueblo alguno; porque es Él
quien nos llama, nos convoca, nos invita a formar parte de su pueblo, y esta
invitación está dirigida a todos, sin distinción, porque la misericordia de
Dios «quiere que todos se salven» (1 Tm 2, 4). A los
Apóstoles y a nosotros Jesús no nos dice que formemos un grupo exclusivo, un
grupo de élite. Jesús dice: id y haced discípulos a
todos los pueblos (cf. Mt 28, 19). San Pablo
afirma que en el pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay judío y griego...
porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Desearía decir también a quien se siente lejano de Dios y de la
Iglesia, a quien es temeroso o indiferente, a quien piensa que ya no puede
cambiar: el Señor te llama también a ti a formar parte de su pueblo y lo hace
con gran respeto y amor. Él nos invita a formar parte de este pueblo, pueblo de
Dios.
¿Cómo se llega a ser miembros de este pueblo? No es
a través del nacimiento físico, sino de un nuevo nacimiento. En el Evangelio,
Jesús dice a Nicodemo que es necesario nacer de lo alto, del agua y del
Espíritu para entrar en el reino de Dios (cf. Jn 3, 3-5). Somos introducidos en este pueblo a través del Bautismo, a
través de la fe en Cristo, don de Dios que se debe alimentar y hacer crecer en
toda nuestra vida. Preguntémonos: ¿cómo hago crecer la fe que recibí en mi
Bautismo? ¿Cómo hago crecer esta fe que yo recibí y que el pueblo de Dios
posee?
La otra pregunta. ¿Cuál es la ley del pueblo de
Dios? Es la ley del amor, amor a Dios y amor al prójimo según el mandamiento
nuevo que nos dejó el Señor (cf. Jn 13, 34). Un amor, sin embargo, que no es estéril sentimentalismo o algo
vago, sino que es reconocer a Dios como único Señor de la vida y, al mismo
tiempo, acoger al otro como verdadero hermano, superando divisiones,
rivalidades, incomprensiones, egoísmos; las dos cosas van juntas. ¡Cuánto
camino debemos recorrer aún para vivir en concreto esta nueva ley, la ley del
Espíritu Santo que actúa en nosotros, la ley de la caridad, del amor! Cuando
vemos en los periódicos o en la televisión tantas guerras entre cristianos,
pero ¿cómo puede suceder esto? En el seno del pueblo de Dios, ¡cuántas guerras!
En los barrios, en los lugares de trabajo, ¡cuántas guerras por envidia y
celos! Incluso en la familia misma, ¡cuántas guerras internas! Nosotros debemos
pedir al Señor que nos haga comprender bien esta ley del amor. Cuán hermoso es
amarnos los unos a los otros como hermanos auténticos. ¡Qué hermoso es! Hoy
hagamos una cosa: tal vez todos tenemos simpatías y no simpatías; tal vez
muchos de nosotros están un poco enfadados con alguien; entonces digamos al
Señor: Señor, yo estoy enfadado con este o con esta; te pido por él o por ella.
Rezar por aquellos con quienes estamos enfadados es un buen paso en esta ley
del amor. ¿Lo hacemos? ¡Hagámoslo hoy!
¿Qué misión tiene este pueblo? La de llevar al
mundo la esperanza y la salvación de Dios: ser signo del amor de Dios que llama
a todos a la amistad con Él; ser levadura que hace fermentar toda la masa, sal
que da sabor y preserva de la corrupción, ser una luz que ilumina. En nuestro
entorno, basta con abrir un periódico —como dije—, vemos que la presencia del
mal existe, que el Diablo actúa. Pero quisiera decir en voz alta: ¡Dios es más
fuerte! Vosotros, ¿creéis esto: que Dios es más fuerte? Pero lo decimos juntos,
lo decimos todos juntos: ¡Dios es más fuerte! Y, ¿sabéis por qué es más fuerte?
Porque Él es el Señor, el único Señor. Y desearía añadir que la realidad a
veces oscura, marcada por el mal, puede cambiar si nosotros, los primeros,
llevamos a ella la luz del Evangelio sobre todo con nuestra vida. Si en un
estadio —pensemos aquí en Roma en el Olímpico, o en el de San Lorenzo en Buenos
Aires—, en una noche oscura, una persona enciende una luz, se vislumbra apenas;
pero si los más de setenta mil espectadores encienden cada uno la propia luz,
el estadio se ilumina. Hagamos que nuestra vida sea una luz de Cristo; juntos
llevaremos la luz del Evangelio a toda la realidad.
¿Cuál es la finalidad de este pueblo? El fin es el
Reino de Dios, iniciado en la tierra por Dios mismo y que debe ser ampliado
hasta su realización, cuando venga Cristo, nuestra vida (cf. Lumen gentium, 9). El fin, entonces, es la comunión plena con el
Señor, la familiaridad con el Señor, entrar en su misma vida divina, donde
viviremos la alegría de su amor sin medida, un gozo pleno.
Queridos hermanos y hermanas, ser Iglesia, ser
pueblo de Dios, según el gran designio de amor del Padre, quiere decir ser el
fermento de Dios en esta humanidad nuestra, quiere decir anunciar y llevar la
salvación de Dios a este mundo nuestro, que a menudo está desorientado,
necesitado de tener respuestas que alienten, que donen esperanza y nuevo vigor
en el camino. Que la Iglesia sea espacio de la misericordia y de la esperanza
de Dios, donde cada uno se sienta acogido, amado, perdonado y alentado a vivir
según la vida buena del Evangelio. Y para hacer sentir al otro acogido, amado,
perdonado y alentado, la Iglesia debe tener las puertas abiertas para que todos
puedan entrar. Y nosotros debemos salir por esas puertas y anunciar el
Evangelio.
Fuente: La Santa Sede
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