VIAJE
APOSTÓLICO A RÍO DE JANEIRO
CON OCASIÓN DE LA XXVIII JORNADA MUNDIAL
DE LA JUVENTUD
CON OCASIÓN DE LA XXVIII JORNADA MUNDIAL
DE LA JUVENTUD
VISITA A LA COMUNIDAD DE VARGINHA (MANGUINHOS)
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Río de Janeiro
Jueves 25 de julio de 2013
Jueves 25 de julio de 2013
Queridos hermanos y hermanas
Buenos días.
Buenos días.
Es
bello estar aquí con ustedes. Es bello. Ya desde el principio, al programar la
visita a Brasil, mi deseo era poder visitar todos los barrios de esta nación.
Habría querido llamar a cada puerta, decir «buenos días», pedir un vaso de agua
fresca, tomar un «cafezinho» —no una copa de orujo—, hablar como amigo de casa,
escuchar el corazón de cada uno, de los padres, los hijos, los abuelos... Pero
Brasil, ¡es tan grande! Y no se puede llamar a todas las puertas. Así que elegí
venir aquí, a visitar vuestra Comunidad; esta Comunidad que hoy representa a
todos los barrios de Brasil. ¡Qué hermoso es ser recibidos con amor, con
generosidad, con alegría! Basta ver cómo habéis decorado las calles de la
Comunidad; también esto es un signo de afecto, nace del corazón, del corazón de
los brasileños, que está de fiesta. Muchas gracias a todos por la calurosa
bienvenida. Agradezco a los esposos Rangler y Joana sus cálidas palabras.
1.
Desde el primer momento en que he tocado el suelo brasileño, y también aquí,
entre vosotros, me siento acogido. Y es importante saber acoger; es todavía más
bello que cualquier adorno. Digo esto porque, cuando somos generosos en acoger
a una persona y compartimos algo con ella —algo de comer, un lugar en nuestra
casa, nuestro tiempo— no nos hacemos más pobres, sino que nos enriquecemos. Ya
sé que, cuando alguien que necesita comer llama a su puerta, siempre encuentran
ustedes un modo de compartir la comida; como dice el proverbio, siempre se
puede «añadir más agua a los frijoles». ¿Se puede añadir más agua a los
frijoles? … ¿Siempre? … Y lo hacen con amor, mostrando que la verdadera riqueza
no está en las cosas, sino en el corazón.
Y
el pueblo brasileño, especialmente las personas más sencillas, pueden dar al
mundo una valiosa lección de solidaridad, una palabra —esta palabra
solidaridad— a menudo olvidada u omitida, porque es incomoda. Casi da la
impresión de una palabra rara… solidaridad. Me gustaría hacer un llamamiento a
quienes tienen más recursos, a los poderes públicos y a todos los hombres de
buena voluntad comprometidos en la justicia social: que no se cansen de
trabajar por un mundo más justo y más solidario. Nadie puede permanecer
indiferente ante las desigualdades que aún existen en el mundo. Que cada uno,
según sus posibilidades y responsabilidades, ofrezca su contribución para poner
fin a tantas injusticias sociales. No es, no es la cultura del egoísmo, del
individualismo, que muchas veces regula nuestra sociedad, la que construye y
lleva a un mundo más habitable; no es ésta, sino la cultura de la solidaridad;
la cultura de la solidaridad no es ver en el otro un competidor o un número,
sino un hermano. Y todos nosotros somos hermanos.
Deseo
alentar los esfuerzos que la sociedad brasileña está haciendo para integrar
todas las partes de su cuerpo, incluidas las que más sufren o están
necesitadas, a través de la lucha contra el hambre y la miseria. Ningún
esfuerzo de «pacificación» será duradero, ni habrá armonía y felicidad para una
sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de sí
misma. Una sociedad así, simplemente se empobrece a sí misma; más aún, pierde
algo que es esencial para ella. No dejemos, no dejemos entrar en nuestro
corazón la cultura del descarte. No dejemos entrar en nuestro corazón la
cultura del descarte, porque somos hermanos. No hay que descartar a nadie.
Recordémoslo siempre: sólo cuando se es capaz de compartir, llega la verdadera
riqueza; todo lo que se comparte se multiplica. Pensemos en la multiplicación
de los panes de Jesús. La medida de la grandeza de una sociedad está
determinada por la forma en que trata a quien está más necesitado, a quien no
tiene más que su pobreza.
2.
También quisiera decir que la Iglesia, «abogada de la justicia y defensora de
los pobres ante intolerables desigualdades sociales y económicas, que claman al
cielo» (Documento de Aparecida, 395), desea ofrecer su colaboración a
toda iniciativa que pueda significar un verdadero desarrollo de cada hombre y
de todo el hombre. Queridos amigos, ciertamente es necesario dar pan a quien
tiene hambre; es un acto de justicia. Pero hay también un hambre más profunda,
el hambre de una felicidad que sólo Dios puede saciar. Hambre de dignidad. No
hay una verdadera promoción del bien común, ni un verdadero desarrollo del hombre,
cuando se ignoran los pilares fundamentales que sostienen una nación, sus
bienes inmateriales: la vida,
que es un don de Dios, un valor que siempre se ha de tutelar y promover; la familia, fundamento de la
convivencia y remedio contra la desintegración social; la educación integral,
que no se reduce a una simple transmisión de información con el objetivo de
producir ganancias; la salud,
que debe buscar el bienestar integral de la persona, incluyendo la dimensión
espiritual, esencial para el equilibrio humano y una sana convivencia; la seguridad, en la convicción de
que la violencia sólo se puede vencer partiendo del cambio del corazón humano.
3.
Quisiera decir una última cosa, una última cosa. Aquí, como en todo Brasil, hay
muchos jóvenes. Jóvenes, queridos jóvenes, ustedes tienen una especial
sensibilidad ante la injusticia, pero a menudo se sienten defraudados por los
casos de corrupción, por las personas que, en lugar de buscar el bien común,
persiguen su propio interés. A ustedes y a todos les repito: nunca se
desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague. La
realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar. Sean los primeros en tratar de
hacer el bien, de no habituarse al mal, sino a vencerlo con el bien. La Iglesia
los acompaña ofreciéndoles el don precioso de la fe, de Jesucristo, que ha
«venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Jn 10,10).
Hoy digo a todos ustedes, y en
particular a los habitantes de esta Comunidad de Varginha: No están solos, la
Iglesia está con ustedes, el Papa está con ustedes. Llevo a cada uno de ustedes
en mi corazón y hago mías las intenciones que albergan en lo más íntimo: la
gratitud por las alegrías, las peticiones de ayuda en las dificultades, el
deseo de consuelo en los momentos de dolor y sufrimiento. Todo lo encomiendo a
la intercesión de Nuestra Señora de Aparecida, la Madre de todos los pobres del
Brasil, y con gran afecto les imparto mi Bendición. Gracias.
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