Santa Misa en la Basílica del Santuario de Nuestra Señora de Aparecida
(24 de julio de 2013)
VIAJE APOSTÓLICO A RÍO DE JANEIRO
CON OCASIÓN DE LA XXVIII JORNADA MUNDIAL
DE LA JUVENTUD
CON OCASIÓN DE LA XXVIII JORNADA MUNDIAL
DE LA JUVENTUD
SANTA MISA EN LA BASÍLICA DEL SANTUARIO DE
NUESTRA SEÑORA DE APARECIDA
NUESTRA SEÑORA DE APARECIDA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Miércoles 24 de julio de 2013
Señor Cardenal,
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
Queridos hermanos y hermanas
¡Qué alegría venir a la casa de la
Madre de todo brasileño, el Santuario de Nuestra Señora de Aparecida! Al día
siguiente de mi elección como Obispo de Roma fui a la Basílica de Santa María
la Mayor, en Roma, con el fin de encomendar a la Virgen mi ministerio. Hoy he
querido venir aquí para pedir a María, nuestra Madre, el éxito de la Jornada
Mundial de la Juventud, y poner a sus pies la vida del pueblo latinoamericano.
Quisiera ante todo decirles una cosa.
En este santuario, donde hace seis años se celebró la V Conferencia General del
Episcopado de América Latina y el Caribe, ha ocurrido algo muy hermoso, que he
podido constatar personalmente: ver cómo los obispos —que trabajaban sobre el
tema del encuentro con Cristo, el discipulado y la misión— se sentían
alentados, acompañados y en cierto sentido inspirados por los miles de
peregrinos que acudían cada día a confiar su vida a la Virgen: aquella
Conferencia ha sido un gran momento de Iglesia. Y, en efecto, puede decirse que
el Documento de Aparecida nació precisamente de esta urdimbre entre el trabajo
de los Pastores y la fe sencilla de los peregrinos, bajo la protección materna
de María. La Iglesia, cuando busca a Cristo, llama siempre a la casa de la
Madre y le pide: «Muéstranos a Jesús». De ella se aprende el verdadero
discipulado. He aquí por qué la Iglesia va en misión siguiendo siempre la
estela de María.
Hoy, en vista de la Jornada Mundial de
la Juventud que me ha traído a Brasil, también yo vengo a llamar a la puerta de
la casa de María —que amó a Jesús y lo educó— para que nos ayude a todos
nosotros, Pastores del Pueblo de Dios, padres y educadores, a transmitir a
nuestros jóvenes los valores que los hagan artífices de una nación y de un
mundo más justo, solidario y fraterno. Para ello, quisiera señalar tres
sencillas actitudes, tres sencillas actitudes: mantener la esperanza, dejarse
sorprender por Dios y vivir con alegría.
1. Mantener
la esperanza. La Segunda Lectura de la Misa presenta una escena dramática:
una mujer —figura de María y de la Iglesia— es perseguida por un dragón —el
diablo— que quiere devorar a su hijo. Pero la escena no es de muerte sino de
vida, porque Dios interviene y pone a salvo al niño (cf. Ap 12,13a-16.15-16a). Cuántas
dificultades hay en la vida de cada uno, en nuestra gente, nuestras
comunidades. Pero, por más grandes que parezcan, Dios nunca deja que nos
hundamos. Ante el desaliento que podría haber en la vida, en quien trabaja en
la evangelización o en aquellos que se esfuerzan por vivir la fe como padres y
madres de familia, quisiera decirles con fuerza: Tengan siempre en el corazón
esta certeza: Dios camina a su lado, en ningún momento los abandona. Nunca
perdamos la esperanza. Jamás la apaguemos en nuestro corazón. El «dragón», el
mal, existe en nuestra historia, pero no es el más fuerte. El más fuerte es
Dios, y Dios es nuestra esperanza. Es cierto que hoy en día, todos un poco, y
también nuestros jóvenes, sienten la sugestión de tantos ídolos que se ponen en
el lugar de Dios y parecen dar esperanza: el dinero, el éxito, el poder, el
placer. Con frecuencia se abre camino en el corazón de muchos una sensación de
soledad y vacío, y lleva a la búsqueda de compensaciones, de estos ídolos
pasajeros. Queridos hermanos y hermanas, seamos luces de esperanza. Tengamos una
visión positiva de la realidad. Demos aliento a la generosidad que caracteriza
a los jóvenes, ayudémoslos a ser protagonistas de la construcción de un mundo
mejor: son un motor poderoso para la Iglesia y para la sociedad. Ellos no sólo
necesitan cosas. Necesitan sobre todo que se les propongan esos valores
inmateriales que son el corazón espiritual de un pueblo, la memoria de un
pueblo. Casi los podemos leer en este santuario, que es parte de la memoria de
Brasil: espiritualidad, generosidad, solidaridad, perseverancia, fraternidad,
alegría; son valores que encuentran sus raíces más profundas en la fe
cristiana.
2. La segunda actitud: dejarse sorprender por Dios.
Quien es hombre, mujer de esperanza —la gran esperanza que nos da la fe— sabe
que Dios actúa y nos sorprende también en medio de las dificultades. Y la
historia de este santuario es un ejemplo: tres pescadores, tras una jornada
baldía, sin lograr pesca en las aguas del Río Parnaíba, encuentran algo
inesperado: una imagen de Nuestra Señora de la Concepción. ¿Quién podría haber
imaginado que el lugar de una pesca infructuosa se convertiría en el lugar
donde todos los brasileños pueden sentirse hijos de la misma Madre? Dios nunca
deja de sorprender, como con el vino nuevo del Evangelio que acabamos de escuchar.
Dios guarda lo mejor para nosotros. Pero pide que nos dejemos sorprender por su
amor, que acojamos sus sorpresas. Confiemos en Dios. Alejados de él, el vino de
la alegría, el vino de la esperanza, se agota. Si nos acercamos a él, si
permanecemos con él, lo que parece agua fría, lo que es dificultad, lo que es
pecado, se transforma en vino nuevo de amistad con él.
3. La tercera actitud: vivir con alegría. Queridos
amigos, si caminamos en la esperanza, dejándonos sorprender por el vino nuevo
que nos ofrece Jesús, ya hay alegría en nuestro corazón y no podemos dejar de
ser testigos de esta alegría. El cristiano es alegre, nunca triste. Dios nos
acompaña. Tenemos una Madre que intercede siempre por la vida de sus hijos, por
nosotros, como la reina Esther en la Primera Lectura (cf. Est 5,3). Jesús nos ha mostrado que el
rostro de Dios es el de un Padre que nos ama. El pecado y la muerte han sido
vencidos. El cristiano no puede ser pesimista. No tiene el aspecto de quien
parece estar de luto perpetuo. Si estamos verdaderamente enamorados de Cristo y
sentimos cuánto nos ama, nuestro corazón se «inflamará» de tanta alegría que
contagiará a cuantos viven a nuestro alrededor. Como decía Benedicto XVI, aquí,
en este Santuario: «El discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay
esperanza, no hay amor, no hay futuro» (Discurso
Inaugural de la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Aparecida, 13 de mayo 2007: Insegnamenti III/1 [2007], p. 861).
Queridos amigos, hemos venido a llamar
a la puerta de la casa de María. Ella nos ha abierto, nos ha hecho entrar y nos
muestra a su Hijo. Ahora ella nos pide: «Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5). Sí, Madre, nos comprometemos a
hacer lo que Jesús nos diga. Y lo haremos con esperanza, confiados en las
sorpresas de Dios y llenos de alegría. Que así sea.
Fuente: La Santa Sede
Fuente: La Santa Sede
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