"Los
hombres usamos la palabra misterio para expresar realidades profundas de
nuestra vida o de la naturaleza que no podemos explicar con nuestra
inteligencia ni expresar con el lenguaje ordinario. El misterio de la Santísima
Trinidad es el misterio de la via íntima y feliz del Dios uno, vivo y santo.
Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres Personas distintas que, desde
siempre y para siempre, en la unidad del mismo Ser, viven en una perfectísima
comunión de vida y amor" (Catecismo de la Conferencia Episcopal Española).
Es un gran momento de alegría y comunión el que vivimos esta mañana, con la celebración del sacrificio eucarístico. Una gran asamblea, reunida con el Sucesor de Pedro, formada por fieles de muchas naciones. Es una imagen expresiva de la Iglesia, una y universal, fundada por Cristo y fruto de aquella misión que, como hemos escuchado en el evangelio, Jesús confió a sus apóstoles: Ir y hacer discípulos a todos los pueblos, «bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 18-19).
En el libro del Génesis, Dios confía su creación a la pareja humana, para que la guarde, la cultive, la encamine según su proyecto (cf. 1,27-28; 2,15). En esta indicación podemos comprender la tarea del hombre y la mujer como colaboradores de Dios para transformar el mundo, a través del trabajo, la ciencia y la técnica. El hombre y la mujer son imagen de Dios también en esta obra preciosa, que han de cumplir con el mismo amor del Creador. Vemos que, en las modernas teorías económicas, prevalece con frecuencia una concepción utilitarista del trabajo, la producción y el mercado. El proyecto de Dios y la experiencia misma muestran, sin embargo, que no es la lógica unilateral del provecho propio y del máximo beneficio lo que contribuye a un desarrollo armónico, al bien de la familia y a edificar una sociedad más justa, ya que supone una competencia exasperada, fuertes desigualdades, degradación del medio ambiente, carrera consumista, pobreza en las familias. Es más, la mentalidad utilitarista tiende a extenderse también a las relaciones interpersonales y familiares, reduciéndolas a simples convergencias precarias de intereses individuales y minando la solidez del tejido social.
Fuente:
Bendita sea la Santísima
Trinidad: Dios Padre, el Hijo unigénito de Dios y el Espíritu Santo, porque ha
tenido misericordia con nosotros.
PRIMERA LECTURA
Deut 4, 32-34. 39-40
Lectura
del libro del Deuteronomio.
Moisés
habló al pueblo diciendo: Pregúntale al tiempo pasado, a los días que te han
precedido desde que el Señor creó al hombre sobre la tierra, si de un extremo
al otro del cielo sucedió alguna vez algo tan admirable o se oyó una cosa
semejante. ¿Qué pueblo oyó la voz de Dios que hablaba desde el fuego, como la
oíste tú, y pudo sobrevivir? ¿O qué dios intentó venir a tomar para sí una
nación de en medio de otra, con milagros, signos y prodigios, combatiendo con
mano poderosa y brazo fuerte, y realizando tremendas hazañas, como el Señor, tu
Dios, lo hizo por ti en Egipto, ante tus mismos ojos? Reconoce hoy y medita en
tu corazón que el Señor es Dios ?allá arriba, en el cielo, y aquí abajo, en la
tierra? y no hay otro. Observa los preceptos y los mandamientos que hoy te
prescribo. Así serás feliz, tú y tus hijos después de ti, y vivirás mucho
tiempo en la tierra que el Señor, tu Dios, te da para siempre.
Palabra de Dios.
SALMO
Sal 32, 4-6. 9. 18-20.
22
¡Feliz el pueblo que el Señor
se eligió como herencia!
La palabra del Señor es recta
y él
obra siempre con lealtad;
él
ama la justicia y el derecho,
y la
tierra está llena de su amor.
La palabra del Señor hizo el
cielo,
y el
aliento de su boca,
los
ejércitos celestiales;
porque
él lo dijo, y el mundo existió,
él
dio una orden, y todo subsiste.
Los ojos del Señor están
fijos sobre sus fieles,
sobre
los que esperan en su misericordia,
para
librar sus vidas de la muerte y
sustentarlos
en el tiempo de indigencia.
Nuestra alma espera en el
Señor:
Él es
nuestra ayuda y nuestro escudo.
Señor,
que tu amor descienda sobre nosotros,
conforme
a la esperanza que tenemos en ti.
SEGUNDA LECTURA
Rom 8, 14-17
Lectura
de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma.
Hermanos:
Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y
ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor,
sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios
"iAbbá!", es decir, "iPadre!". El mismo Espíritu se une a
nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos
hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo,
porque sufrimos con él para ser glorificados con él.
Palabra de Dios.
Aleluya.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, al Dios que es, que era y que
viene. Aleluya.
EVANGELIO
Mt 28, 16-20
Evangelio
de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo.
Después
de la Resurrección del Señor, los once discípulos fueron a Galilea, a la
montaña donde Jesús los había citado. Al verlo, se postraron delante de él; sin
embargo, algunos todavía dudaron. Acercándose, Jesús les dijo: "Yo he
recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, y hagan que todos los
pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y
yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo".
Palabra del Señor.
Homilía de Benedicto XVI en la misa de clausura del EMF
Queridos hermanos y
hermanas:
Es un gran momento de alegría y comunión el que vivimos esta mañana, con la celebración del sacrificio eucarístico. Una gran asamblea, reunida con el Sucesor de Pedro, formada por fieles de muchas naciones. Es una imagen expresiva de la Iglesia, una y universal, fundada por Cristo y fruto de aquella misión que, como hemos escuchado en el evangelio, Jesús confió a sus apóstoles: Ir y hacer discípulos a todos los pueblos, «bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 18-19).
Saludo con afecto y
reconocimiento al Cardenal Angelo Scola, Arzobispo de Milán, y al Cardenal
Ennio Antonelli, Presidente del Pontificio Consejo para la Familia, artífices
principales de este VII Encuentro Mundial de las Familias, así como a sus
colaboradores, a los obispos auxiliares de Milán y a los demás obispos. Saludo
con alegría a todas las autoridades presentes. Mi abrazo cordial va dirigido
sobre todo a vosotras, queridas familias. Gracias por vuestra participación.
En la segunda
lectura, el apóstol Pablo nos ha recordado que en el bautismo hemos recibido el
Espíritu Santo, que nos une a Cristo como hermanos y como hijos nos relaciona
con el Padre, de tal manera que podemos gritar: «¡Abba, Padre!» (cf. Rm 8,
15.17). En aquel momento se nos dio un germen de vida nueva, divina, que hay
que desarrollar hasta su cumplimiento definitivo en la gloria celestial; hemos
sido hechos miembros de la Iglesia, la familia de Dios, «sacrarium Trinitatis»,
según la define san Ambrosio, pueblo que, como dice el Concilio Vaticano II,
aparece «unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Const.
Lumen gentium, 4). La solemnidad litúrgica de la Santísima Trinidad, que
celebramos hoy, nos invita a contemplar ese misterio, pero nos impulsa también
al compromiso de vivir la comunión con Dios y entre nosotros según el modelo de
la Trinidad. Estamos llamados a acoger y transmitir de modo concorde las
verdades de la fe; a vivir el amor recíproco y hacia todos, compartiendo gozos
y sufrimientos, aprendiendo a pedir y conceder el perdón, valorando los
diferentes carismas bajo la guía de los pastores. En una palabra, se nos ha
confiado la tarea de edificar comunidades eclesiales que sean cada vez más una
familia, capaces de reflejar la belleza de la Trinidad y de evangelizar no sólo
con la palabra. Más bien diría por «irradiación», con la fuerza del amor
vivido.
La familia, fundada
sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer, está también llamada al igual
que la Iglesia a ser imagen del Dios Único en Tres Personas. Al principio, en
efecto, «creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y
mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: “Creced, multiplicaos”» (Gn 1,
27-28). Dios creó el ser humano hombre y mujer, con la misma dignidad, pero también
con características propias y complementarias, para que los dos fueran un don
el uno para el otro, se valoraran recíprocamente y realizaran una comunidad de
amor y de vida. El amor es lo que hace de la persona humana la auténtica imagen
de Dios. Queridos esposos, viviendo el matrimonio no os dais cualquier cosa o
actividad, sino la vida entera. Y vuestro amor es fecundo, en primer lugar,
para vosotros mismos, porque deseáis y realizáis el bien el uno al otro,
experimentando la alegría del recibir y del dar. Es fecundo también en la
procreación, generosa y responsable, de los hijos, en el cuidado esmerado de
ellos y en la educación metódica y sabia. Es fecundo, en fin, para la sociedad,
porque la vida familiar es la primera e insustituible escuela de virtudes
sociales, como el respeto de las personas, la gratuidad, la confianza, la
responsabilidad, la solidaridad, la cooperación. Queridos esposos, cuidad a
vuestros hijos y, en un mundo dominado por la técnica, transmitidles, con
serenidad y confianza, razones para vivir, la fuerza de la fe, planteándoles
metas altas y sosteniéndolos en las debilidades. Pero también vosotros, hijos,
procurad mantener siempre una relación de afecto profundo y de cuidado
diligente hacia vuestros padres, y también que las relaciones entre hermanos y
hermanas sean una oportunidad para crecer en el amor.
El proyecto de Dios
sobre la pareja humana encuentra su plenitud en Jesucristo, que elevó el
matrimonio a sacramento. Queridos esposos, Cristo, con un don especial del
Espíritu Santo, os hace partícipes de su amor esponsal, haciéndoos signo de su
amor por la Iglesia: un amor fiel y total. Si, con la fuerza que viene de la
gracia del sacramento, sabéis acoger este don, renovando cada día, con fe,
vuestro «sí», también vuestra familia vivirá del amor de Dios, según el modelo
de la Sagrada Familia de Nazaret. Queridas familias, pedid con frecuencia en la
oración la ayuda de la Virgen María y de san José, para que os enseñen a acoger
el amor de Dios como ellos lo acogieron. Vuestra vocación no es fácil de vivir,
especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es la única fuerza
que puede verdaderamente transformar el mundo. Ante vosotros está el testimonio
de tantas familias, que señalan los caminos para crecer en el amor: mantener
una relación constante con Dios y participar en la vida eclesial, cultivar el
diálogo, respetar el punto de vista del otro, estar dispuestos a servir, tener
paciencia con los defectos de los demás, saber perdonar y pedir perdón, superar
con inteligencia y humildad los posibles conflictos, acordar las orientaciones
educativas, estar abiertos a las demás familias, atentos con los pobres,
responsables en la sociedad civil.
Todos estos
elementos construyen la familia. Vividlos con valentía, con la seguridad de que
en la medida en que viváis el amor recíproco y hacia todos, con la ayuda de la
gracia divina, os convertiréis en evangelio vivo, una verdadera Iglesia
doméstica (cf. Exh. ap. Familiaris consortio, 49). Quisiera dirigir unas
palabras también a los fieles que, aun compartiendo las enseñanzas de la
Iglesia sobre la familia, están marcados por las experiencias dolorosas del
fracaso y la separación. Sabed que el Papa y la Iglesia os sostienen en vuestra
dificultad. Os animo a permanecer unidos a vuestras comunidades, al mismo
tiempo que espero que las diócesis pongan en marcha adecuadas iniciativas de
acogida y cercanía.
En el libro del Génesis, Dios confía su creación a la pareja humana, para que la guarde, la cultive, la encamine según su proyecto (cf. 1,27-28; 2,15). En esta indicación podemos comprender la tarea del hombre y la mujer como colaboradores de Dios para transformar el mundo, a través del trabajo, la ciencia y la técnica. El hombre y la mujer son imagen de Dios también en esta obra preciosa, que han de cumplir con el mismo amor del Creador. Vemos que, en las modernas teorías económicas, prevalece con frecuencia una concepción utilitarista del trabajo, la producción y el mercado. El proyecto de Dios y la experiencia misma muestran, sin embargo, que no es la lógica unilateral del provecho propio y del máximo beneficio lo que contribuye a un desarrollo armónico, al bien de la familia y a edificar una sociedad más justa, ya que supone una competencia exasperada, fuertes desigualdades, degradación del medio ambiente, carrera consumista, pobreza en las familias. Es más, la mentalidad utilitarista tiende a extenderse también a las relaciones interpersonales y familiares, reduciéndolas a simples convergencias precarias de intereses individuales y minando la solidez del tejido social.
Un último elemento.
El hombre, en cuanto imagen de Dios, está también llamado al descanso y a la
fiesta. El relato de la creación concluye con estas palabras: «Y habiendo
concluido el día séptimo la obra que había hecho, descansó el día séptimo de
toda la obra que había hecho. Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró» (Gn
2,2-3). Para nosotros, cristianos, el día de fiesta es el domingo, día del
Señor, pascua semanal. Es el día de la Iglesia, asamblea convocada por el Señor
alrededor de la mesa de la palabra y del sacrificio eucarístico, como estamos
haciendo hoy, para alimentarnos de él, entrar en su amor y vivir de su amor. Es
el día del hombre y de sus valores: convivialidad, amistad, solidaridad,
cultura, contacto con la naturaleza, juego, deporte. Es el día de la familia,
en el que se vive juntos el sentido de la fiesta, del encuentro, del compartir,
también en la participación de la santa Misa.
Queridas familias, a
pesar del ritmo frenético de nuestra época, no perdáis el sentido del día del
Señor. Es como el oasis en el que detenerse para saborear la alegría del
encuentro y calmar nuestra sed de Dios.
Familia, trabajo, fiesta: tres dones de Dios,
tres dimensiones de nuestra existencia que han de encontrar un equilibrio
armónico. Armonizar el tiempo del trabajo y las exigencias de la familia, la
profesión y la maternidad, el trabajo y la fiesta, es importante para construir
una sociedad de rostro humano. A este respecto, privilegiad siempre la lógica
del ser respecto a la del tener: la primera construye, la segunda termina por
destruir. Es necesario aprender, antes de nada en familia, a creer en el amor
auténtico, el que viene de Dios y nos une a él y precisamente por eso «nos
transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en
una sola cosa, hasta que al final Dios sea “todo para todos” (1 Co 15,28)»
(Enc. Deus caritas est, 18). Amén.Fuente:
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