LECTURA
Núm 6, 22-27
Lectura del libro de
los Números.
El Señor dijo a Moisés:
"Habla en estos términos a Aarón y a sus hijos: Así bendecirán a los
israelitas. Ustedes les dirán: 'Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el
Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te
descubra su rostro y te conceda la paz'. Que ellos invoquen mi nombre sobre los
israelitas, y yo los bendeciré".
Palabra de Dios.
Comentario
La antigua ley
prescribía que los sacerdotes debían bendecir a la gente pronunciando estas
palabras. Nosotros somos un pueblo sacerdotal, consagrados como signos de la
presencia de Dios para difundir todo lo bueno que procede de él. Empecemos el
año bendiciendo, haciendo que la luz divina se pose sobre nuestras vidas.
SALMO
Sal 66, 2-3. 5-6. 8
El Señor tenga piedad y nos bendiga
El Señor tenga piedad y nos
bendiga,
haga brillar su rostro sobre nosotros,
para que en la tierra se
reconozca su dominio
y su victoria entre las naciones.
Que canten de alegría las
naciones,
porque gobiernas a los pueblos con justicia
y guías a las naciones de
la tierra.
El Señor tenga piedad y nos bendiga.
¡Que los pueblos te den
gracias, Señor;
que todos los pueblos te den gracias!
Que Dios nos bendiga,
y
lo teman todos los confines de la tierra.
SEGUNDA LECTURA
Gál 4, 4-7
Lectura de la carta
del apóstol san Pablo a los cristianos de Galacia.
Hermanos: Cuando se cumplió
el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la
ley, para redimir a los que estaban sometidos a la ley y hacernos hijos
adoptivos. Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abbá!, es
decir: ¡Padre! Así, ya no eres más esclavo, sino hijo, y por lo tanto, heredero
por la gracia de Dios.
Palabra de Dios.
Comentario
Jesucristo ha
transformado nuestra historia humana en una historia plena, porque "la
llenó" de Dios. Él realizó la plenitud de los tiempos. Él llevó a la
humanidad a su dignidad más alta, porque unió lo humano y lo divino. Al
comenzar este año, celebramos la presencia santificante de Dios en nuestro
devenir humano.
EVANGELIO
Lc 2, 16-21
Evangelio de nuestro
Señor Jesucristo según san Lucas.
Los pastores fueron
rápidamente adonde les había dicho el ángel del Señor, y encontraron a María, a
José y al recién nacido acostado en un pesebre. Al verlo, contaron lo que
habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban, quedaron
admirados de lo que decían los pastores. Mientras tanto, María conservaba estas
cosas y las meditaba en su corazón. Y los pastores volvieron, alabando y
glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio
que habían recibido. Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño
y se le puso el nombre de Jesús, nombre que le había sido dado por el ángel
antes de su concepción.
Palabra
del Señor.
Comentario
Las fiestas de Navidad
y Año Nuevo traen movimiento y agitación. Parece difícil encontrar la serenidad
interior necesaria para meditar sobre el gran significado de esta celebración.
Procuremos que nuestro corazón pueda ser como el de María, receptivo, creyente,
con capacidad de discernir los acontecimientos y descubrir el paso de Dios.
En español, la homilía del Papa Benedicto XVI en la Misa de 1 de enero de 2013 (Día de la Paz, Santa María Madre de Dios)
Queridos
hermanos y hermanas:
“Dios nos bendiga, haga brillar su rostro sobre nosotros”. Así hemos aclamado con las palabras del Salmo 66, luego de haber escuchado en la primera Lectura la antigua bendición sacerdotal sobre el pueblo de la Alianza.
Es
particularmente significativo que al inicio de cada año nuevo Dios proyecte
sobre nosotros, su pueblo, la luminosidad de su santo Nombre, el Nombre que
viene pronunciado tres veces en la solemne formula de la bendición bíblica. Y
no es menos significativo que al Verbo de Dios- “que se hizo carne y habitó
entre nosotros” como “la luz verdadera, aquella que ilumina a cada hombre” (Jn
1,9.14) – sea dado, ocho días después de su nacimiento – como nos narra el
Evangelio de hoy- el nombre de Jesús (cfr Lc 2,21).
Es en este nombre que estamos aquí reunidos. Saludo cordialmente a todos los presentes, empezando por los Ilustres Embajadores del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Saludo con afecto al cardenal Bertone, mi Secretario de Estado, y al Cardenal Turkson, con todos los componentes del Consejo Pontificio Justicia y Paz; estoy particularmente agradecido a ellos por su empeño en el difundir el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, que este año tiene como tema: “Bienaventurados los operadores de la paz”.
Es en este nombre que estamos aquí reunidos. Saludo cordialmente a todos los presentes, empezando por los Ilustres Embajadores del Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Saludo con afecto al cardenal Bertone, mi Secretario de Estado, y al Cardenal Turkson, con todos los componentes del Consejo Pontificio Justicia y Paz; estoy particularmente agradecido a ellos por su empeño en el difundir el mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, que este año tiene como tema: “Bienaventurados los operadores de la paz”.
No obstante el mundo esté aun lamentablemente
marcado por “focos de tensión y de contraposición causados por crecientes
desigualdades entre ricos y pobres, por el prevalecer de una mentalidad egoísta
e individualista expresada por un capitalismo financiero disoluto”, además de diversas
formas de terrorismo y de criminalidad, estoy convencido que “las múltiples
obras de paz de las que el mundo es rico, testimonian la innata vocación de la
humanidad hacia la paz. En cada persona el deseo de paz es aspiración esencial
y coincide en cierta manera, con el deseo de una vida humana plena, feliz y
bien realizada. El hombre está hecho para la paz que es don de Dios. Todo esto
me ha sugerido de inspirarme para este Mensaje en las palabras de Jesucristo:
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de
Dios (Mt 5,9)” (Mensaje, 1). Esta bienaventuranza “dice que la paz es don
mesiánico y obra humana al mismo tiempo… Es paz con Dios, en el vivir según su
voluntad. Es paz interior consigo mismo, y paz exterior con el prójimo y con
todo lo creado” (ibid., 2 y 3). Si, la paz es el bien por excelencia a invocar
como don de Dios, y al mismo tiempo, de construir con cada esfuerzo.
Nos podemos preguntar: ¿cuál es el fundamento, el
origen, la raíz de esta paz? ¿Cómo podemos experimentar en nosotros la paz, a
pesar de los problemas, las oscuridades, las angustias? La respuesta nos viene
dada de las Lecturas de la liturgia de hoy. Los textos bíblicos, sobretodo
aquel pasaje de Lucas, hace poco proclamado, nos proponen contemplar la paz
interior de María, la Madre de Jesús. Por ella se cumplen, durante los días en
los que “dio a luz a su hijo primogénito” (Lc 2,7), tantos acontecimientos
imprevistos: no solo el nacimiento del Hijo, sino también antes el viaje
fatigoso de Nazaret a Belén, el no encontrar espacio en la posada, la búsqueda
de un refugio improvisado en la noche; y luego el canto de los ángeles, la
visita inesperada de los pastores. En todo esto, María no se descompone, no se
agita, no es alterada por hechos más grandes que ella; simplemente considera,
en silencio, cuanto acontece, lo custodia en su memoria y en su corazón,
reflexionando con calma y serenidad. Es ésta la paz interior que quisiéramos
tener en medio de los eventos, que a veces tumultuosos y confusos de la historia,
de los que a menudo no entendemos el significado y que nos desconciertan.
El pasaje
evangélico concluye con una referencia a la circuncisión de Jesús. Según la ley
de Moisés, después de ocho días del nacimiento, un niño debía ser circuncidado,
y en aquel momento le venía dado el nombre. Dios mismo, mediante su mensajero,
había dicho a María- y también a José- que el nombre de dar al Niño era “Jesús”
(cfr Mt 1,21; Lc 1,31); y así fue. Aquel nombre que Dios había ya establecido
antes aun que el Niño fuese concebido, ahora le es dado oficialmente al momento
de la circuncisión. Y esto también marca de una vez para siempre la identidad
de María: ella es “la madre de Jesús” o sea la madre del Salvador, de Cristo,
del Señor. Jesús no es un hombre como cualquier otro, sino el Verbo de Dios,
una de las personas divinas, el Hijo de Dios: por ello la Iglesia ha dado a
María el título de Theotokos, esto es “Madre de Dios”.
La primera lectura nos recuerda que la paz es don de Dios y está ligada al esplendor del rostro de Dios, según el texto del Libro de los Números, que repite la bendición utilizada por los sacerdotes del pueblo de Israel en las asambleas litúrgicas. Una bendición que por tres veces repite el nombre santo de Dios, el nombre impronunciable, y cada vez lo relaciona con dos verbos indicativos de una acción a favor del hombre: “Te bendiga el Señor y te custodie. El Señor haga resplandecer para ti su rostro y te dé gracia. El señor dirija hacia ti su rostro y te conceda paz” (6,24-26). La paz es por tanto el culmen de estas seis acciones de Dios en nuestro favor, en la que El dirige a nosotros el esplendor de su rostro.
Para la sagrada Escritura, contemplar el rostro de
Dios es de suma felicidad: “lo colmas de alegría ante tu rostro”, dice el
Salmista (Sal 21,7). De la contemplación del rostro de Dios nacen gozo,
seguridad y paz. Pero ¿qué cosa significa concretamente contemplar el rostro
del Señor, así como puede ser entendido en el Nuevo Testamento? Quiere decir
conocerlo directamente, por cuanto sea posible en esta vida, mediante
Jesucristo, en el cual se ha revelado. Gozar del esplendor del rostro de Dios
quiere decir penetrar en el misterio de su Nombre manifestado por Jesús,
comprender algo de su vida íntima y de su voluntad, para que podamos vivir según
su diseño de amor sobre la humanidad. Lo expresa el apóstol Pablo en la segunda
Lectura, tomada de la Carta a los Gálatas (4,4 -7), hablando del Espíritu que,
en el íntimo de nuestros corazones, exclama: “¡Abba! ¡Padre!”. Es el grito que
brota de la contemplación del verdadero rostro de Dios, de la revelación del
misterio del Nombre. Jesús afirma: “He manifestado tu nombre a los hombres” (Jn
17,6).
El Hijo
de Dios haciéndose carne nos ha hecho conocer al Padre, nos ha hecho percibir
en su rostro humano visible el rostro invisible del Padre; a través del don del
Espíritu Santo derramado en nuestros corazones, nos ha hecho conocer que en El
también nosotros somos hijos de Dios , como afirma San Pablo en el relato que
hemos escuchado: “Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo ¡Abba!,
es decir, ¡Padre!” (Gál 4,6).
He aquí queridos hermanos, el fundamento de nuestra paz: la certeza de contemplar en Jesucristo el esplendor del rostro de Dios Padre, de ser hijos en el Hijo, y tener así, en el camino de la vida, la misma seguridad que el niño siente en los brazos de un Padre bueno y omnipotente. El esplendor del rostro del Señor sobre nosotros, que nos concede la paz, es la manifestación de su paternidad; el Señor dirige sobre nosotros su rostro, se muestra Padre y nos dona la paz.
He aquí queridos hermanos, el fundamento de nuestra paz: la certeza de contemplar en Jesucristo el esplendor del rostro de Dios Padre, de ser hijos en el Hijo, y tener así, en el camino de la vida, la misma seguridad que el niño siente en los brazos de un Padre bueno y omnipotente. El esplendor del rostro del Señor sobre nosotros, que nos concede la paz, es la manifestación de su paternidad; el Señor dirige sobre nosotros su rostro, se muestra Padre y nos dona la paz.
Aquí está el principio de aquella paz profunda –
“paz con Dios”- que está ligada indisolublemente a la fe y a la gracia, como
escribe san Pablo a los cristianos de Roma (cfr Rm 5,2). Nada puede quitar a
los creyentes esta paz, ni siquiera las dificultades y los sufrimientos de la
vida. De hecho, los sufrimientos, las pruebas y la oscuridad no corroen, sino
acrecientan nuestra esperanza, una esperanza que no desilusiona porque “el amor
de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo
que nos ha sido dado” (Rm 5,5).
Que la Virgen María, que hoy veneramos con el
título de Madre de Dios, nos ayude a contemplar el rostro de Jesús, Príncipe de
la Paz. Que nos sostenga y nos acompañe en este nuevo año: obtenga para
nosotros y para el mundo entero el don de la paz. ¡Amen!
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