Conmemoración
de la Entrada del Señor en Jerusalén.
“Cristo se humilló por
nosotros hasta la muerte”
EVANGELIO
Mc
11, 1-10
Evangelio
de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos.
Cuando Jesús y los suyos se aproximaban a
Jerusalén, estando ya al pie del monte de los Olivos, cerca de Betfagé y de Betania,
Jesús envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: "Vayan al pueblo que
está enfrente y, al entrar, encontrarán un asno atado, que nadie ha montado
todavía. Desátenlo y tráiganlo; y si alguien les pregunta: "¿Qué están
haciendo?", respondan: "El Señor lo necesita y lo va a devolver en
seguida". Ellos fueron y encontraron un asno atado cerca de una puerta, en
la calle, y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les preguntaron:
"¿Qué hacen? ¿Por qué desatan ese asno?. Ellos respondieron como Jesús les
había dicho y nadie los molestó. Entonces le llevaron el asno, pusieron sus
mantos sobre él y Jesús se montó. Muchos extendían sus mantos sobre el camino;
otros, lo cubrían con ramas que cortaban en el campo. Los que iban delante y
los que seguían a Jesús, gritaban: "¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en
nombre del Señor! ¡Bendito sea el Reino que ya viene, el Reino de nuestro padre
David! ¡Hosanna en las alturas!".
Palabra del Señor.
PRIMERA
LECTURA
Is
50, 4-7
Lectura
del libro de Isaías.
El mismo Señor me ha dado una lengua de
discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento.
Cada mañana, él despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo. El
Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a
los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no
retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi
ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el
pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado.
Palabra de Dios.
SALMO
Sal
21, 8-9. 17-20. 23-24
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Los que me ven, se
burlan de mí,
hacen una mueca y mueven la cabeza,
diciendo: "Confió en el
Señor, que él lo libre;
que lo salve, si lo quiere tanto".
Me rodea una jauría
de perros,
me asalta una banda de malhechores;
taladran mis manos y mis pies.
Yo puedo contar todos mis huesos.
Se reparten entre
sí mi ropa
y sortean mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
tú que eres
mi fuerza,
ven pronto a socorrerme.
Yo anunciaré tu
Nombre a mis hermanos,
te alabaré en medio de la asamblea:
"Alábenlo, los
que temen al Señor;
glorifíquenlo, descendientes de Jacob;
témanlo,
descendientes de Israel".
SEGUNDA
LECTURA
Flp
2, 6-11
Lectura
de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Filipos.
Jesucristo, que era
de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía
guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición
de servidor y haciéndose semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto
humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por
eso, Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al
nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los
abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: "Jesucristo es
el Señor".
Palabra de Dios.
EVANGELIO
Mc
14, 1-15, 47
Pasión
de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos.
C. Faltaban dos
días para la fiesta de la Pascua y de los panes ácimos. Los sumos sacerdotes y
los escribas buscaban la manera de arrestar a Jesús con astucia, para darle
muerte. Porque decían:
S. "No lo
hagamos durante la fiesta, para que no se produzca un tumulto en el
pueblo".
C. Mientras Jesús
estaba en Betania, comiendo en casa de Simón el leproso, llegó una mujer con un
frasco lleno de un valioso perfume de nardo puro, y rompiendo el frasco,
derramó el perfume sobre la cabeza de Jesús. Entonces algunos de los que
estaban allí se indignaron y comentaban entre sí:
S. "¿Para qué
este derroche de perfume? Se hubiera podido vender por más de trescientos
denarios para repartir el dinero entre los pobres".
C. Y la criticaban.
Pero Jesús dijo:
"Déjenla, ¿por
qué la molestan? Ha hecho una buena obra conmigo. A los pobres los tienen
siempre con ustedes y pueden hacerles el bien cuando quieran, pero a mí no me
tendrán siempre. Ella hizo lo que podía; ungió mi cuerpo anticipadamente para
la sepultura. Les aseguro que allí donde se proclame la Buena Noticia, en todo
el mundo, se contará también en su memoria lo que ella hizo".
C. Judas Iscariote,
uno de los Doce, fue a ver a los sumos sacerdotes para entregarles a Jesús. Al
oírlo, ellos se alegraron y prometieron darle dinero. Y Judas buscaba una
ocasión propicia para entregarlo.
C. El primer día de
la fiesta de los panes ácimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los
discípulos dijeron a Jesús:
S. "¿Dónde
quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?".
c. Él envió a dos
de sus discípulos, diciéndoles:
"Vayan a la
ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua.
Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice:
"¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis
discípulos?". Él les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada
con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario".
C. Los discípulos
partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho
y prepararon la Pascua.
C. Al atardecer,
Jesús llegó con los Doce. Y mientras estaban comiendo, dijo:
"Les aseguro
que uno de ustedes me entregará, uno que come conmigo."
C. Ellos se
entristecieron y comenzaron a preguntarle, uno tras otro:
S. "¿Seré
yo?".
C. Él les
respondió:
"Es uno de los
Doce, uno que se sirve de la misma fuente que yo. El Hijo del hombre se va,
como está escrito de él, pero ¡ay de aquél por quien el Hijo del hombre será
entregado: más le valdría no haber nacido!".
C. Mientras comían,
Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos,
diciendo:
"Tomen, esto
es mi Cuerpo".
C. Después tomó una
copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo:
"Ésta es mi
Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no
beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el
Reino de Dios".
C. Después del
canto de los Salmos, salieron hacia el monte de los Olivos. Y Jesús les dijo:
"Todos ustedes
se van a escandalizar, porque dice la Escritura: 'Heriré al pastor y se
dispersarán las ovejas'. Pero después que yo resucite, iré antes que ustedes a
Galilea".
C. Pedro le dijo:
"Aunque todos
se escandalicen, yo no me escandalizaré."
C. Jesús le
respondió:
"Te aseguro que
hoy, esta misma noche, antes que cante el gallo por segunda vez, me habrás
negado tres veces".
C. Pero él
insistía:
"Aunque tenga
que morir contigo, jamás te negaré".
C. Y todos decían
lo mismo.
C. Llegaron a una
propiedad llamada Getsemaní, y Jesús dijo a sus discípulos:
"Quédense
aquí, mientras yo voy a orar".
C. Después llevó
con él a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir temor y a angustiarse.
Entonces les dijo:
"Mi alma
siente una tristeza de muerte. Quédense aquí velando".
C. Y adelantándose
un poco, se postró en tierra y rogaba que, de ser posible, no tuviera que pasar
por esa hora. Y decía:
"Abbá-Padre- todo te es posible: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad,
sino la tuya".
C. Después volvió y
encontró a sus discípulos dormidos. Y Jesús dijo a Pedro:
"Simón,
¿duermes? ¿No has podido quedarte despierto ni siquiera una hora? Permanezcan
despiertos y oren para no caer en la tentación, porque el espíritu está
dispuesto, pero la carne es débil".
C. Luego se alejó
nuevamente y oró, repitiendo las mismas palabras. Al regresar, los encontró
otra vez dormidos, porque sus ojos se cerraban de sueño, y no sabían qué
responderle. Volvió por tercera vez y les dijo:
"Ahora pueden
dormir y descansar. Esto se acabó. Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre
va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense! ¡Vamos! Ya se acerca
el que me va a entregar".
C. Jesús estaba
hablando todavía, cuando se presentó Judas, uno de los Doce, acompañado de un
grupo con espadas y palos, enviado por los sumos sacerdotes, los escribas y los
ancianos. El traidor les había dado esta señal:
S. "Es aquél a
quien voy a besar. Deténganlo y llévenlo bien custodiado".
C. Apenas llegó, se
le acercó y le dijo:
S.
"Maestro".
C. Y lo besó. Los
otros se abalanzaron sobre él y lo arrestaron. Uno de los que estaban allí sacó
la espada e hirió al servidor del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja. Jesús
les dijo:
"Como si fuera
un bandido, han salido a arrestarme con espadas y palos. Todos los días estaba
entre ustedes enseñando en el Templo y no me arrestaron. Pero esto sucede para
que se cumplan las Escrituras".
C. Entonces todos
lo abandonaron y huyeron. Lo seguía un joven, envuelto solamente con una
sábana, y lo sujetaron; pero él, dejando la sábana, se escapó desnudo.
C. Llevaron a Jesús
ante el Sumo Sacerdote, y allí se reunieron todos los sumos sacerdotes, los
ancianos y los escribas. Pedro lo había seguido de lejos hasta el interior del
palacio del Sumo Sacerdote y estaba sentado con los servidores, calentándose
junto al fuego. Los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un testimonio
contra Jesús, para poder condenarlo a muerte, pero no lo encontraban. Porque se
presentaron muchos con falsas acusaciones contra él, pero sus testimonios no
concordaban. Algunos declaraban falsamente contra Jesús:
S. "Nosotros
lo hemos oído decir: 'Yo destruiré este Templo hecho por la mano del hombre, y
en tres días volveré a construir otro que no será hecho por la mano del
hombre".
C. Pero tampoco en
esto concordaban sus declaraciones. El Sumo Sacerdote, poniéndose de pie ante
la asamblea, interrogó a Jesús:
S. "¿No
respondes nada a lo que éstos atestiguan contra ti?".
C. Él permanecía en
silencio y no respondía nada. El Sumo Sacerdote lo interrogó nuevamente:
S. "¿Eres el Mesías,
el Hijo del Dios bendito?".
C. Jesús respondió:
"Sí, yo lo
soy: y ustedes verán 'al Hijo del hombre sentarse a la derecha del Todopoderoso
y venir entre las nubes del cielo'".
C. Entonces el Sumo
Sacerdote rasgó sus vestiduras y exclamó:
S. "¿Qué necesidad
tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia. ¿Qué les
parece?".
C. Y todos
sentenciaron que merecía la muerte. Después algunos comenzaron a escupirlo y,
tapándole el rostro, lo golpeaban, mientras le decían:
S.
"¡Profetiza!".
C. Y también los
servidores le daban bofetadas.
C. Mientras Pedro
estaba abajo, en el patio, llegó una de las sirvientas del Sumo Sacerdote y, al
ver a Pedro junto al fuego, lo miró fijamente y le dijo:
S. "Tú también
estabas con Jesús, el Nazareno".
C. Él lo negó,
diciendo:
S. "No sé
nada; no entiendo de qué estás hablando".
C. Luego salió al
vestíbulo y en ese momento cantó el gallo. La sirvienta, al verlo, volvió a
decir a los presentes:
S. "Éste es
uno de ellos".
C. Pero él lo negó
nuevamente. Un poco más tarde, los que estaban allí dijeron a Pedro:
S. "Seguro que
eres uno de ellos, porque tú también eres galileo".
C. Entonces él se
puso a maldecir y a jurar que no conocía a ese hombre del que estaban hablando.
En seguida cantó el gallo por segunda vez. Pedro recordó las palabras que Jesús
le había dicho: "Antes que cante el gallo por segunda vez, tú me habrás
negado tres veces". Y se puso a llorar.
C. En cuanto
amaneció, los sumos sacerdotes se reunieron en Consejo con los ancianos, los
escribas y todo el Sanedrín. Y después de atar a Jesús, lo llevaron y lo
entregaron a Pilato. Éste lo interrogó:
S. "¿Eres tú
el rey de los judíos?".
C. Jesús le
respondió:
"Tú lo
dices".
C. Los sumos
sacerdotes multiplicaban las acusaciones contra él. Pilato lo interrogó nuevamente:
S. "¿No
respondes nada? ¡Mira de todo lo que te acusan!".
C. Pero Jesús ya no
respondió a nada más, y esto dejó muy admirado a Pilato. En cada Fiesta, Pilato
ponía en libertad a un preso, a elección del pueblo. Había en la cárcel uno
llamado Barrabás, arrestado con otros revoltosos que habían cometido un
homicidio durante la sedición. La multitud subió y comenzó a pedir el indulto
acostumbrado. Pilato les dijo:
S. "¿Quieren
que les ponga en libertad al rey de los judíos?".
C. Él sabía, en
efecto, que los sumos sacerdotes lo habían entregado por envidia. Pero los
sumos sacerdotes incitaron a la multitud a pedir la libertad de Barrabás.
Pilato continuó diciendo:
S. "¿Qué
quieren que haga, entonces, con el que ustedes llaman rey de los judíos?".
C. Ellos gritaron
de nuevo:
S.
"¡Crucifícalo!".
C. Pilato les dijo:
S. "¿Qué mal
ha hecho?".
C. Pero ellos
gritaban cada vez más fuerte:
S.
"¡Crucifícalo!".
C. Pilato, para
contentar a la multitud, les puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de
haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado.
C. Los soldados lo
llevaron dentro del palacio, al pretorio, y convocaron a toda la guardia. Lo
vistieron con un manto de púrpura, hicieron una corona de espinas y se la
colocaron. Y comenzaron a saludarlo:
S. "¡Salud,
rey de los judíos!".
C. Y le golpeaban
la cabeza con una caña, le escupían y, doblando la rodilla, le rendían
homenaje. Después de haberse burlado de él, le quitaron el manto de púrpura y
le pusieron de nuevo sus vestiduras. Luego lo hicieron salir para crucificarlo.
C. Como pasaba por
allí Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, que regresaba del campo, lo
obligaron a llevar la cruz de Jesús. Y condujeron a Jesús a un lugar llamado
Gólgota, que significa: "lugar del Cráneo". Le ofrecieron vino
mezclado con mirra, pero él no lo tomó. Después lo crucificaron. Los soldados
"se repartieron sus vestiduras, sorteándolas" para ver qué le tocaba
a cada uno. Ya mediaba la mañana cuando lo crucificaron. La inscripción que
indicaba la causa de su condena decía: "El rey de los judíos". Con él
crucificaron a dos bandidos, uno a su derecha y el otro a su izquierda.
C. Los que pasaban
lo insultaban, movían la cabeza y decían:
S. "¡Eh, tú,
que destruyes el Templo y en tres días lo vuelves a edificar, sálvate a ti
mismo y baja de la cruz!".
C. De la misma
manera, los sumos sacerdotes y los escribas se burlaban y decían entre sí:
S. "¡Ha
salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo! Es el Mesías, el rey de Israel,
¡que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos!".
C. También lo
insultaban los que habían sido crucificados con él.
C. Al mediodía, se
oscureció toda la tierra hasta las tres de la tarde; y a esa hora, Jesús
exclamó en alta voz:
"Eloi, Eloi,
lemá sabactaní".
C. Que significa:
"Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".
C. Algunos de los
que se encontraban allí, al oírlo, dijeron:
S. "Está
llamando a Elías".
C. Uno corrió a
mojar una esponja en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña le dio de
beber, diciendo:
S. "Vamos a
ver si Elías viene a bajarlo".
C. Entonces Jesús,
dando un gran grito, expiró.
C. El velo del
Templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Al verlo expirar así, el centurión que
estaba frente a él, exclamó:
S.
"¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!".
C. Había también
allí algunas mujeres que miraban de lejos. Entre ellas estaban María Magdalena,
María, la madre de Santiago el menor y de José, y Salomé, que seguían a Jesús y
lo habían servido cuando estaba en Galilea; y muchas otras que habían subido
con él a Jerusalén.
C. Era día de
Preparación, es decir, vísperas de sábado. Por eso, al atardecer, José de
Arimatea "miembro notable del Sanedrín, que también esperaba el Reino de
Dios" tuvo la audacia de presentarse ante Pilato para pedirle el cuerpo de
Jesús. Pilato se asombró de que ya hubiera muerto; hizo llamar al centurión y
le preguntó si hacía mucho que había muerto. Informado por el centurión,
entregó el cadáver a José. Éste compró una sábana, bajó el cuerpo de Jesús, lo
envolvió en ella y lo depositó en un sepulcro cavado en la roca. Después hizo
rodar una piedra a la entrada del sepulcro. María Magdalena y María, la madre
de José, miraban dónde lo habían puesto.
Palabra del Señor.
S
Homilía del Papa Benedicto XVI en la Misa del Domingo de Ramos, en Roma.
Queridos hermanos y
hermanas:
El Domingo de Ramos
es el gran pórtico que nos lleva a la Semana Santa, la semana en la que el
Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida terrena. Él va a
Jerusalén para cumplir las Escrituras y para ser colgado en la cruz, el trono
desde el cual reinará por los siglos, atrayendo a sí a la humanidad de todos
los tiempos y ofrecer a todos el don de la redención. Sabemos por los
evangelios que Jesús se había encaminado hacia Jerusalén con los doce, y que
poco a poco se había ido sumado a ellos una multitud creciente de peregrinos.
San Marcos nos dice que ya al salir de Jericó había una «gran muchedumbre» que
seguía a Jesús (cf. 10,46).
En
la última parte del trayecto se produce
un acontecimiento particular, que aumenta la expectativa sobre lo que está por
suceder y hace que la atención se centre todavía más en Jesús. A lo largo del
camino, al salir de Jericó, está sentado un mendigo ciego, llamado Bartimeo.
Apenas oye decir que Jesús de Nazaret está llegando, comienza a gritar: «¡Hijo
de David, Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,47). Tratan de acallarlo, pero en
vano, hasta que Jesús lo manda llamar y le invita a acercarse. «¿Qué quieres
que te haga?», le pregunta. Y él contesta: «Rabbuní, que vea» (v. 51).
Jesús le dice: «Anda, tu fe te ha salvado». Bartimeo recobró la vista y se puso
a seguir a Jesús en el camino (cf. v. 52). Y he aquí que, tras este signo
prodigioso, acompañado por aquella invocación: «Hijo de David», un
estremecimiento de esperanza atraviesa la multitud, suscitando en muchos una
pregunta: ¿Este Jesús que marchaba delante de ellos a Jerusalén, no sería
quizás el Mesías, el nuevo David? Y, con su ya inminente entrada en la ciudad
santa, ¿no habría llegado tal vez el momento en el que Dios restauraría
finalmente el reino de David?
También la
preparación del ingreso de Jesús con sus discípulos contribuye a aumentar esta
esperanza. Como hemos escuchado en el Evangelio de hoy (cf. Mc 11,1-10), Jesús llegó a Jerusalén
desde Betfagé y el monte de los Olivos, es decir, la vía por la que había de
venir el Mesías. Desde allí, envía por delante a dos discípulos, mandándoles
que le trajeran un pollino de asna que encontrarían a lo largo del camino.
Encuentran efectivamente el pollino, lo desatan y lo llevan a Jesús. A este
punto, el ánimo de los discípulos y los otros peregrinos se deja ganar por el
entusiasmo: toman sus mantos y los echan encima del pollino; otros alfombran
con ellos el camino de Jesús a medida que avanza a grupas del asno. Después
cortan ramas de los árboles y comienzan a gritar las palabras del Salmo 118,
las antiguas palabras de bendición de los peregrinos que, en este contexto, se
convierten en una proclamación mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en
el nombre del Señor. ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David!
¡Hosanna en las alturas!» (vv. 9-10). Esta alegría festiva, transmitida por los
cuatro evangelistas, es un grito de bendición, un himno de júbilo: expresa la
convicción unánime de que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha llegado
por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, con creciente expectación
por lo que Cristo hará una vez que entre en su ciudad.
Pero, ¿cuál es el
contenido, la resonancia más profunda de este grito de júbilo? La respuesta
está en toda la Escritura, que nos recuerda cómo el Mesías lleva a cumplimiento
la promesa de la bendición de Dios, la promesa originaria que Dios había hecho
a Abraham, el padre de todos los creyentes: «Haré de ti una gran nación, te
bendeciré… y en ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12,2-3). Es la promesa que Israel
siempre había tenido presente en la oración, especialmente en la oración de los
Salmos. Por eso, el que es aclamado por la muchedumbre como bendito es al mismo
tiempo aquel en el cual será bendecida toda la humanidad. Así, a la luz de
Cristo, la humanidad se reconoce profundamente unida y cubierta por el manto de
la bendición divina, una bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo
redime, lo santifica.
Podemos descubrir
aquí un primer gran mensaje que nos trae la festividad de hoy: la invitación a
mirar de manera justa a la humanidad entera, a cuantos conforman el mundo, a
sus diversas culturas y civilizaciones. La mirada que el creyente recibe de
Cristo es una mirada de bendición: una mirada sabia y amorosa, capaz de acoger
la belleza del mundo y de compartir su fragilidad. En esta mirada se
transparenta la mirada misma de Dios sobre los hombres que él ama y sobre la
creación, obra de sus manos. En el Libro
de la Sabiduría, leemos: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes,
cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a
todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste;… Tú eres indulgente con
todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11,23-24.26).
Volvamos al texto
del Evangelio de hoy y preguntémonos: ¿Qué late realmente en el corazón de los
que aclaman a Cristo como Rey de Israel? Ciertamente tenían su idea del Mesías,
una idea de cómo debía actuar el Rey prometido por los profetas y esperado por
tanto tiempo. No es de extrañar que, pocos días después, la muchedumbre de
Jerusalén, en vez de aclamar a Jesús, gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que
los mismos discípulos, como también otros que le habían visto y oído,
permanecieran mudos y desconcertados. En efecto, la mayor parte estaban
desilusionados por el modo en que Jesús había decidido presentarse como Mesías
y Rey de Israel. Este es precisamente el núcleo de la fiesta de hoy también para
nosotros. ¿Quién es para nosotros Jesús de Nazaret? ¿Qué idea tenemos del
Mesías, qué idea tenemos de Dios? Esta es una cuestión crucial que no podemos
eludir, sobre todo en esta semana en la que estamos llamados a seguir a nuestro
Rey, que elige como trono la cruz; estamos llamados a seguir a un Mesías que no
nos asegura una felicidad terrena fácil, sino la felicidad del cielo, la eterna
bienaventuranza de Dios. Ahora, hemos de preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras
verdaderas expectativas? ¿Cuáles son los deseos más profundos que nos han
traído hoy aquí para celebrar el Domingo de Ramos e iniciar la Semana Santa?
Queridos jóvenes
que os habéis reunido aquí. Esta es de modo particular vuestra Jornada en todo
lugar del mundo donde la Iglesia está presente. Por eso os saludo con gran
afecto. Que el Domingo de Ramos sea para vosotros el día de la decisión, la
decisión de acoger al Señor y de seguirlo hasta el final, la decisión de hacer
de su Pascua de muerte y resurrección el sentido mismo de vuestra vida de cristianos.
Como he querido recordar en el mensaje a los jóvenes para esta Jornada –
«alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4)
–, esta es la decisión que conduce a la verdadera alegría, como sucedió con
santa Clara de Asís que, hace ochocientos años, fascinada por el ejemplo de san
Francisco y de sus primeros compañeros, dejó la casa paterna precisamente el
Domingo de Ramos para consagrarse totalmente al Señor: tenía 18 años, y tuvo el
valor de la fe y del amor de optar por Cristo, encontrando en él la alegría y
la paz.
Queridos hermanos y
hermanas, que reinen particularmente en este día dos sentimientos: la alabanza,
como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en Jerusalén con su «hosanna»; y
el agradecimiento, porque en esta Semana Santa el Señor Jesús renovará el don
más grande que se puede imaginar, nos entregará su vida, su cuerpo y su sangre,
su amor. Pero a un don tan grande debemos corresponder de modo adecuado, o sea,
con el don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestra oración, de
nuestro estar en comunión profunda de amor con Cristo que sufre, muere y
resucita por nosotros. Los antiguos Padres de la Iglesia han visto un símbolo
de todo esto en el gesto de la gente que seguía a Jesús en su ingreso a
Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del Señor. Ante Cristo –
decían los Padres –, debemos deponer nuestra vida, nuestra persona, en actitud
de gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos de nuevo la voz de uno de
estos antiguos Padres, la de san Andrés, obispo de Creta: «Así es como nosotros
deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo bajo sus pies
nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían su verdor, su
fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia, es decir, de él
mismo... Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas túnicas...
Ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino trofeos de
victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los niños
cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: "Bendito el
que viene, como rey, en nombre del Señor"» (PG 97, 994). Amén.
Fuente:
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