Nuestras lágrimas en
la pasión
Este es Jesús. Este es su corazón, atento a todos nosotros, que ve nuestras enfermedades, nuestros pecados. Es grande el amor de Jesús. Y así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos. Es una escena hermosa, llena de luz –la luz del amor de Jesús, de su corazón–, de alegría, de fiesta.
Al inicio de la misa, nosotros también la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas. Nosotros también hemos acogido al Señor; nosotros también hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que está cerca, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se abajó a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. Aquí nos alumbra en el camino. Y así lo hemos acogido hoy.
Hoy
escuchamos el relato de la pasión del Señor. También lo escucharemos el Viernes
Santo. Y seguramente algo sentiremos en nuestro interior: compasión por los sufrimientos de
Jesús y María, indignación por las falsas acusaciones y la injusticia de los
tribunales, lástima porque vemos que alrededor de Jesús hay quienes siguen el
ritmo de sus pequeñas cosas como si nada… Así escuchamos y vivimos la Pasión
como la mujeres de Jerusalén: se acercan a Jesús para expresar su dolor por la
situación de él… y lo que ven a
su alrededor. Participan en el drama que se desarrolla en la ciudad y hacen su
parte dignamente. El Señor les responde con un cariñoso reproche: “No lloren
por mí, lloren más bien por ustedes y por sus hijos”.
Otras son las lágrimas de Pedro, que explota en llanto después de recibir una penetrante mirada del Señor. No llora por Jesús ni por las injusticias que ve que se están cometiendo. No siente indignación ninguna. Pedro llora por sí mismo, por su actitud, por haberlo negado tres veces, por el quiebre culpable de su relación con Jesús. Llora por sus culpas y no por las del prójimo ni por la situación que lo conmueve. Podemos imaginar que, con la mirada, Jesús y Pedro se dijeron muchas cosas que ni las palabras pueden expresar. Y las lágrimas de Pedro son la repuesta.
Jesús fue al Calvario por personas como Pedro. Junto con él, podemos poner al que la tradición llama Dimas, el buen ladrón. También él lloró por sí mismo, mientras su compañero, condenado como él, sostenía que todos estaban equivocados menos él; y pedía y exigía una liberación milagrosa e inmediata. Hoy comenzamos la Semana Santa. Podemos vivirla como espectadores sensibilizados, hasta podemos participar de las diversas misas y funciones…
Pero dejemos que el Señor nos mire, y miremos nuestro interior. Si descubrimos que tenemos razones para llorar… estaremos en el buen camino de encontrarnos con él.
Otras son las lágrimas de Pedro, que explota en llanto después de recibir una penetrante mirada del Señor. No llora por Jesús ni por las injusticias que ve que se están cometiendo. No siente indignación ninguna. Pedro llora por sí mismo, por su actitud, por haberlo negado tres veces, por el quiebre culpable de su relación con Jesús. Llora por sus culpas y no por las del prójimo ni por la situación que lo conmueve. Podemos imaginar que, con la mirada, Jesús y Pedro se dijeron muchas cosas que ni las palabras pueden expresar. Y las lágrimas de Pedro son la repuesta.
Jesús fue al Calvario por personas como Pedro. Junto con él, podemos poner al que la tradición llama Dimas, el buen ladrón. También él lloró por sí mismo, mientras su compañero, condenado como él, sostenía que todos estaban equivocados menos él; y pedía y exigía una liberación milagrosa e inmediata. Hoy comenzamos la Semana Santa. Podemos vivirla como espectadores sensibilizados, hasta podemos participar de las diversas misas y funciones…
Pero dejemos que el Señor nos mire, y miremos nuestro interior. Si descubrimos que tenemos razones para llorar… estaremos en el buen camino de encontrarnos con él.
P. Aderico Dolzani,
ssp.
PRIMERA
LECTURA
Is 50, 4-7
Lectura del libro de
Isaías.
El mismo Señor me ha dado una lengua de
discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento.
Cada mañana, él despierta mi oído para que yo escuche como un discípulo. El
Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a
los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no
retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían. Pero el Señor viene en mi
ayuda: por eso, no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el
pedernal, y sé muy bien que no seré defraudado.
Palabra de Dios.
SALMO
Sal 21, 8-9. 17-18a.
19-20. 23-24
Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Los que me ven, se burlan de mí,
hacen una mueca y mueven
la cabeza,
diciendo:
"Confió en el Señor,
que él lo libre;
que lo salve,
si lo quiere
tanto".
Me rodea una jauría de perros,
me asalta una banda
de malhechores;
taladran mis manos
y mis pies.
Yo puedo contar
todos mis huesos.
Se reparten entre sí mi ropa
y sortean mi
túnica.
Pero tú, Señor, no
te quedes lejos;
tú que eres mi
fuerza, ven pronto a socorrerme.
Yo anunciaré tu nombre a mis hermanos,
te alabaré en medio
de la asamblea:
"Alábenlo, los
que temen al Señor;
glorifíquenlo
descendientes de Jacob;
témanlo,
descendientes de Israel".
SEGUNDA LECTURA
Flp 2, 6-11
Lectura de la carta
del apóstol san Pablo a los cristianos de Filipos.
Jesucristo, que era de condición divina, no
consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al
contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose
semejante a los hombres. Y presentándose con aspecto humano, se humilló hasta
aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz. Por eso, Dios lo exaltó y le
dio el nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús, se doble
toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame
para gloria de Dios Padre: "Jesucristo es el Señor".
Palabra de Dios.
EVANGELIO
(Breve) Lc 22, 66a-23,
1b-49
Pasión de nuestro
Señor Jesucristo según san Lucas.
C. Y comenzaron a acusarlo, diciendo:
S. "Hemos encontrado a este hombre
incitando a nuestro pueblo a la rebelión, impidiéndole pagar los impuestos al
Emperador y pretendiendo ser el rey Mesías".
C. Pilato lo interrogó, diciendo:
S. "¿Eres tú el rey de los
judíos?".
? "Tú lo dices".
C. Le respondió Jesús. Pilato dijo a los
sumos sacerdotes y a la multitud:
S. "No encuentro en este hombre ningún
motivo de condena".
C. Pero ellos insistían:
S. "Subleva al pueblo con su enseñanza
en toda la Judea. Comenzó en Galilea y ha llegado hasta aquí".
C. Al oír esto, Pilato preguntó si ese
hombre era galileo. Y habiéndose asegurado de que pertenecía a la jurisdicción
de Herodes, se lo envió. En esos días, también Herodes se encontraba en
Jerusalén.
C. Herodes se alegró mucho al ver a Jesús.
Hacía tiempo que deseaba verlo, por lo que había oído decir de él, y esperaba
que hiciera algún prodigio en su presencia. Le hizo muchas preguntas, pero
Jesús no le respondió nada. Entre tanto, los sumos sacerdotes y los escribas
estaban allí y lo acusaban con vehemencia. Herodes y sus guardias, después de
tratarlo con desprecio y ponerlo en ridículo, lo cubrieron con un magnífico
manto y lo enviaron de nuevo a Pilato. Y ese mismo día, Herodes y Pilato, que
estaban enemistados, se hicieron amigos.
C. Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a
los jefes y al pueblo, y les dijo:
S. "Ustedes me han traído a este
hombre, acusándolo de incitar al pueblo a la rebelión. Pero yo lo interrogué
delante de ustedes y no encontré ningún motivo de condena en los cargos de que
lo acusan; ni tampoco Herodes, ya que él lo ha devuelto a este tribunal. Como
ven, este hombre no ha hecho nada que merezca la muerte. Después de darle un
escarmiento, lo dejaré en libertad".
C. Pero la multitud comenzó a gritar:
S. "¡Qué muera este hombre! ¡Suéltanos
a Barrabás!".
C. A Barrabás lo habían encarcelado por una
sedición que tuvo lugar en la ciudad y por homicidio. Pilato volvió a
dirigirles la palabra con la intención de poner en libertad a Jesús. Pero ellos
seguían gritando:
S. "¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!".
C. Por tercera vez les dijo:
S. "¿Qué mal ha hecho este hombre? No
encuentro en él nada que merezca la muerte. Después de darle un escarmiento, lo
dejaré en libertad".
C. Pero ellos insistían a gritos,
reclamando que fuera crucificado, y el griterío se hacía cada vez más violento.
Al fin, Pilato resolvió acceder al pedido del pueblo. Dejó en libertad al que
ellos pedían, al que había sido encarcelado por sedición y homicidio, y a Jesús
lo entregó al arbitrio de ellos.
C. Cuando lo llevaban, detuvieron a un tal
Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la
llevara detrás de Jesús. Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de
mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él. Pero Jesús,
volviéndose hacia ellas, les dijo:
? "¡Hijas de Jerusalén!, no lloren por
mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos. Porque se acerca el tiempo en
que se dirá: '¡Felices las estériles, felices los vientres que no concibieron y
los pechos que no amamantaron!'. Entonces se dirá a las montañas: '¡Caigan
sobre nosotros!', y a los cerros: '¡Sepúltennos!'. Porque si así tratan a la
leña verde, ¿qué será de la leña seca?".
C. Con él llevaban también a otros dos
malhechores, para ser ejecutados.
C. Cuando llegaron al lugar llamado
"del Cráneo", lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su
derecha y el otro a su izquierda. Jesús decía:
? "Padre, perdónalos, porque no saben
lo que hacen".
C. Después se repartieron sus vestiduras,
sorteándolas entre ellos.
C. El pueblo permanecía allí y miraba. Sus
jefes, burlándose, decían:
S. "Ha salvado a otros: ¡que se sal-ve
a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!".
C. También los soldados se burlaban de él
y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían:
S. "Si eres el rey de los judíos,
¡sálvate a ti mismo!".
C. Sobre su cabeza había una inscripción:
"Éste es el rey de los judíos".
C. Uno de los malhechores crucificados lo
insultaba, diciendo:
S. "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a
ti mismo y a nosotros".
C. Pero el otro lo increpaba, diciéndole:
S. "¿No tienes temor de Dios, tú que
sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos
nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo".
C. Y decía:
S. "Jesús, acuérdate de mí cuando
llegues a tu Reino".
C. Él le respondió:
? "Yo te aseguro que hoy estarás
conmigo en el Paraíso".
C. Era alrededor del mediodía. El sol se
eclipsó y la oscuridad cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde. El
velo del Templo se rasgó por el medio. Jesús, con un grito, exclamó:
? "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu".
C. Y diciendo esto, expiró.
C. Cuando el centurión vio lo que había
pasado, alabó a Dios, exclamando:
S. "Realmente este hombre era un
justo".
C. Y la multitud que se había reunido para
contemplar el espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho.
Todos sus amigos y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea
permanecían a distancia, contemplando lo sucedido.
Palabra del Señor.
Homilía del
Papa Francisco en la Misa del Domingo de Ramos
1 Jesús entra en Jerusalén. La muchedumbre de los
discípulos lo acompaña festivamente; se extienden los mantos ante él, se habla
de los prodigios que ha realizado, se eleva un grito de alabanza: «¡Bendito el
rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas» (Lc
19, 38).
Gentío, fiesta,
alabanza, bendición, paz: se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado
en el corazón muchas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, sencilla,
pobre, olvidada, la que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender
las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha
inclinado a curar el cuerpo y el alma.
Este es Jesús. Este es su corazón, atento a todos nosotros, que ve nuestras enfermedades, nuestros pecados. Es grande el amor de Jesús. Y así, entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos. Es una escena hermosa, llena de luz –la luz del amor de Jesús, de su corazón–, de alegría, de fiesta.
Al inicio de la misa, nosotros también la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas. Nosotros también hemos acogido al Señor; nosotros también hemos expresado la alegría de acompañarlo, de saber que está cerca, presente en nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se abajó a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. Aquí nos alumbra en el camino. Y así lo hemos acogido hoy.
Y esta es la
primera palabra que quisiera deciros: ¡alegría! No seáis nunca hombres y
mujeres tristes: ¡un cristiano jamás puede serlo! ¡Nunca os dejéis vencer por
el desaliento! Nuestra alegría no nace de poseer muchas cosas, sino de habernos
encontrado a una persona: a Jesús, que está entre nosotros; nace de saber
que, con él, nunca estamos solos, ni siquiera en los momentos difíciles, aun
cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos que parecen
insuperables, ¡y hay tantos! Y en ese momento viene el enemigo, viene el diablo
–tantas veces disfrazado de ángel–, e insidiosamente nos dice su palabra. ¡No
lo escuchéis! ¡Sigamos a Jesús! Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús, pero
sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos lleva sobre sus hombros: en esto
consiste nuestra alegría, la esperanza que debemos llevar a este mundo nuestro.
Y, por favor, ¡no os dejéis robar la esperanza! ¡No os dejéis robar la
esperanza, la que nos da Jesús!
2 Segunda
palabra: ¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor: ¿Cómo entra
Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la
hace callar (cf. Lc 19, 39-40). Pero ¿qué tipo de rey es Jesús? Mirémoslo:
montado en un pollino, no tiene una corte que lo siga, no está rodeado por un
ejército, símbolo de fuerza. Quienes lo acogen son gentes humildes, sencillas,
que tienen la sensación de ver en Jesús algo más; tienen esa sensación de fe
que dice: «Este es el Salvador». Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir
los honores reservados a los reyes de la tierra, a quienes tienen poder, a
quienes dominan; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como
anuncia Isaías en la Primera Lectura (cf. Is 50, 6); entra para recibir una
corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de
burla; entra para subir al Calvario cargando un madero. Y esta es, pues, la
segunda palabra: cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es
precisamente ahí donde resplandece su ser rey según Dios: ¡su trono real es el
madero de la cruz! Pienso en lo que decía Benedicto XVI a los cardenales:
«Vosotros sois príncipes, pero de un rey crucificado». Ese es el trono de
Jesús. Jesús toma sobre sí… ¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el
mal, la suciedad, el pecado del mundo –también el nuestro, el de todos
nosotros–, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor
de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡Cuántas heridas inflige el mal a la
humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los
más débiles; la sed de dinero, de un dinero que al final nadie puede
llevarse consigo, sino que lo debe dejar. Mi abuela nos decía cuando éramos
niños: «El sudario no tiene bolsillos».
¡Amor al dinero,
al poder; corrupción, divisiones, crímenes contra la vida humana y contra
la creación! Y también –cada uno de nosotros lo sabe y lo conoce– nuestros
pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda
la creación. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza
del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que
Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con
amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser
salvados y de hacer un poquito lo que hizo él aquel día de su muerte.
3 Hoy hay en
esta plaza muchos jóvenes: ¡desde hace 28 años, el Domingo de Ramos es la
Jornada de la Juventud! Y esta es la tercera palabra: ¡jóvenes! Queridos
jóvenes: Os he visto en la procesión, cuando entrabais; os imagino de fiesta
alrededor de Jesús, agitando las ramas de olivo; ¡os imagino mientras aclamáis
su nombre y expresáis vuestra alegría de estar con él! ¡Vosotros desempeñáis un
papel importante en la celebración de la fe! Nos traéis la alegría de la fe y
nos decís que tenemos que vivir la fe con un corazón joven, siempre: ¡un
corazón joven incluso a los setenta, a los ochenta años!
¡Corazón joven! ¡Con Cristo el corazón nunca envejece! Pero todos sabemos –y
vosotros lo sabéis muy bien– que el Rey a quien seguimos y nos acompaña es muy especial:
es un Rey que ama hasta la cruz y que nos enseña a servir, a amar. ¡Y vosotros
no os avergonzáis de su cruz! Al contrario, la abrazáis porque habéis
comprendido que la verdadera alegría está en la entrega de uno mismo, en la
entrega de sí, en salir de uno mismo, y que él venció al mal con el amor de
Dios. ¡Vosotros lleváis la cruz peregrina a través de todos los continentes,
por los caminos del mundo! La lleváis respondiendo a la invitación de Jesús:
«Id y haced discípulos de todos los pueblos» (cf. Mt 28, 19), que es el tema de
la Jornada Mundial de la Juventud de este año.
La lleváis para decir a todos que, en la cruz,
Jesús derribó el muro de la enemistad, que separa a los hombres y a los
pueblos, y trajo la reconciliación y la paz. Queridos amigos: Yo también me
pongo en camino con vosotros, desde hoy, siguiendo las huellas del Beato Juan
Pablo II y de Benedicto XVI. Ya estamos cerca de la próxima etapa de esta gran
peregrinación de la cruz. ¡Aguardo con alegría el próximo mes de julio en Río
de Janeiro! ¡Os doy cita en esa gran ciudad de Brasil! Preparaos bien, sobre
todo espiritualmente en vuestras comunidades, para que ese encuentro sea un
signo de fe para el mundo entero. Los jóvenes deben decir al mundo: Es bueno
seguir a Jesús; es bueno ir con Jesús; es bueno el mensaje de Jesús; ¡es bueno
salir de uno mismo, a las periferias del mundo y de la existencia, para llevar
a Jesús! Tres palabras, pues: alegría, cruz, jóvenes.
Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor con que debemos contemplarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven con que debemos seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Que así sea.
Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor con que debemos contemplarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven con que debemos seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Que así sea.
(Original
italiano procedente del archivo informático de la Santa Sede; traducción de
ECCLESIA).
Fuente:
Publicado con el permiso de San Pablo y Ecclesia Digital
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