viernes, 29 de marzo de 2013

La primera catequesis del Papa Francisco 27-03-13

          Dios da siempre el primer paso saliendo de sí mismo. Audiencia general del  Papa Francisco en el Miércoles Santo (27-3-2013)


 Hermanos y hermanas, ¡buenos días!
          Me alegra recibiros en esta mi primera Audiencia general. Con gran agradecimiento y veneración recojo el testigo de manos de mi amado antecesor Benedicto XVI. Después de Pascua reanudaremos las catequesis del Año de la Fe. Hoy quisiera hablar un poco de la Semana Santa. Con el Domingo de Ramos hemos iniciado esta Semana, centro de todo el año litúrgico, en la que acompañamos a Jesús en su pasión, muerte y resurrección.
          Pero ¿qué puede significar para nosotros vivir la Semana Santa? ¿Qué significa seguir a Jesús en su camino por el Calvario hacia la cruz y la resurrección? Durante su misión terrenal, Jesús recorrió los caminos de Tierra Santa; llamó a doce personas sencillas para que permanecieran con él, compartieran su camino y continuaran su misión; las escogió entre el pueblo lleno de fe en las promesas de Dios. Habló a todos, sin distinción: a los grandes y a los humildes, al joven rico y a la pobre viuda, a los poderosos y a los débiles; trajo la misericordia y el perdón de Dios; curó, consoló, comprendió; dio esperanza; llevó a todos la presencia de Dios, que se interesa por todo hombre y por toda mujer, como hacen un buen padre y una buena madre con cada uno de sus hijos. Dios no esperó a que fuéramos a él, sino que fue él quien vino hacia nosotros, sin cálculos, sin medidas. Dios es así: Él da siempre el primer paso, viene hacia nosotros. Jesús vivió el día a día de la gente más común: se conmovió ante la muchedumbre que parecía un rebaño sin pastor; lloró ante el sufrimiento de Marta y María por la muerte de su hermano Lázaro; llamó a un publicano para que fuera discípulo suyo; sufrió también la traición de un amigo. En él, Dios nos dio la certeza de que está con nosotros, en medio de nosotros. «Las zorras —dijo él, Jesús—, las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20). Jesús no tiene casa porque su casa es la gente, somos nosotros; su misión consiste en abrir a todos las puertas de Dios, en ser la presencia de amor de Dios.


          Durante la Semana Santa vivimos la cumbre de este camino, de este designio de amor que recorre toda la historia de las relaciones entre Dios y la humanidad. Jesús entra en Jerusalén para dar el último paso, en el que sintetiza toda su existencia: se entrega totalmente, no se queda nada para sí, ni siquiera la vida. En la Última Cena, con sus amigos, comparte el pan y pasa el cáliz «para nosotros». El Hijo de Dios se ofrece a nosotros, entrega en nuestras manos su Cuerpo y su Sangre para estar siempre con nosotros, para vivir en medio de nosotros. Y en el Huerto de los Olivos, al igual que en el proceso ante Pilato, no opone resistencia, se entrega: es el Siervo doliente anunciado por Isaías, que se despoja de sí mismo hasta la muerte (cf. Is 53, 12).
          Jesús no vive este amor que lleva al sacrificio de manera pasiva o como un destino fatal; ciertamente no oculta su profunda turbación humana ante la muerte violenta, pero se encomienda con plena confianza al Padre. Jesús se entregó voluntariamente a la muerte para corresponder al amor de Dios Padre, en unión perfecta con su voluntad, para demostrar su amor por nosotros. En la cruz, Jesús «me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20). Cada uno de nosotros puede decir: «Me amó y se entregó por mí». Cada uno puede decir este «por mí».
          ¿Qué significa todo esto para nosotros? Significa que este es también mi camino, tu camino, nuestro camino. Vivir la Semana Santa siguiendo a Jesús no solo con la conmoción del corazón; vivir la Semana Santa siguiendo a Jesús significa aprender a salir de nosotros mismos –como decía el domingo pasado– para salir al encuentro de los demás, para ir hacia las periferias de la existencia; ir nosotros los primeros hacia nuestros hermanos y nuestras hermanas, sobre todo hacia los más alejados, los más olvidados, los que necesitan más comprensión, consuelo, ayuda. ¡Hay tanta necesidad de llevar la presencia viva de Jesús misericordioso y rico en amor!
          Vivir la Semana Santa significa entrar cada vez más en la lógica de Dios, en la lógica de la cruz, que no es ante todo la del dolor y la de la muerte, sino la del amor y la de la entrega de sí que da vida. Significa entrar en la lógica del Evangelio. Seguir, acompañar a Cristo, permanecer con él, exige un «salir», salir. Salir de uno mismo, de una forma de vivir la fe cansada y rutinaria, de la tentación de encerrarse en los propios esquemas, que acaban cerrando el horizonte de la acción creativa de Dios. Dios salió de sí mismo para venir entre nosotros; puso su tienda entre nosotros para traernos su misericordia, que salva y da esperanza. Si queremos seguirlo y permanecer con él, tampoco nosotros debemos conformarnos con permanecer en el recinto de las noventa y nueve ovejas: debemos «salir», buscar con él a la oveja descarriada, a la más alejada. Recordadlo bien: salir de nosotros, como Jesús, como Dios salió de sí mismo en Jesús y Jesús salió de sí mismo por todos nosotros.
          Alguien podría decirme: «Pero, padre, no tengo tiempo», «tengo tantas cosas que hacer», «resulta difícil», «¿qué puedo hacer yo con mis pocas fuerzas, incluso con mi pecado, con tantas cosas?». A menudo nos conformamos con alguna oración, con una misa dominical distraída e inconstante, con algún gesto caritativo, pero no tenemos este valor de «salir» para llevar a Cristo. Somos un poco como San Pedro: en cuanto Jesús habla de pasión, muerte y resurrección, de la entrega de sí, de amor hacia todos, el Apóstol se lo lleva aparte y lo increpa. Lo que dice Jesús trastoca sus planes, parece inaceptable, pone en dificultad las seguridades que se había construido, su idea de Mesías. Y Jesús mira a los discípulos y dirige a Pedro la que es tal vez una de las palabras más duras de los Evangelios: «¡Aléjate de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mc 8, 33). Dios piensa siempre con misericordia: no olvidéis esto. Dios piensa siempre con misericordia: ¡es el Padre misericordioso! Dios piensa como el padre que aguarda el regreso del hijo y sale a su encuentro, que lo ve venir cuando aún está lejos… ¿Qué significa esto? Que todos los días salía a ver si el hijo volvía a casa: este es nuestro Padre misericordioso. Es la señal de que lo esperaba de corazón desde la azotea de su casa. Dios piensa como el samaritano, que no pasa al lado del desdichado compadeciéndose de él o mirando para otra parte, sino socorriéndolo sin pedir nada a cambio; sin preguntar si era judío, si era pagano, si era samaritano, si era rico, si era pobre: no pregunta nada. No pregunta esas cosas, no pide nada. Acude en su ayuda: así es Dios. Dios piensa como el pastor, que entrega su vida para defender y salvar a las ovejas.
          La Semana Santa es un tiempo de gracia que el Señor nos da para abrir las puertas de nuestro corazón, de nuestra vida, de nuestras parroquias –¡qué pena, tantas parroquias cerradas!–, de los movimientos, de las asociaciones, y para «salir» al encuentro de los demás, acercarnos para llevar la luz y la alegría de nuestra fe. ¡Salir siempre! Y ello con amor y con la ternura de Dios, con respeto y paciencia, sabiendo que nosotros ponemos nuestras manos, nuestros pies, nuestro corazón, pero después es Dios quien los guía y quien fecundiza toda acción nuestra.
          Espero que todos vivamos bien estos días, siguiendo al Señor con valentía, llevando en nosotros mismos un rayo de su amor a cuantos nos encontramos.




         
Fuente: Ecclesia Digital
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