Todo se mueve en ciclos. Nos rige el tiempo en todo aquello que hacemos habitualmente y de ese modo van pasando las horas, los días y los años de nuestra vida, los cuales vamos registrando en nuestro calendario.
En la naturaleza observamos lo mismo. A medida que se suceden las estaciones, la vida durante el año, se va manifestando en su natural ciclo de nacimiento, crecimiento, reproducción y muerte. Sabemos que después del frío del invierno llega la alegría de la renovación de toda la naturaleza en primavera. La naturaleza toda reverdece. Luego de la muerte viene un nuevo nacimiento.
Los antiguos pueblos (entre los que se destacaron los babilonios), sabían observar las estrellas y demás astros y aprendieron de todo esto que todo se iba moviendo en el cielo por ciclos y determinaron con mucha exactitud la duración de los días, meses y por consiguiente del año.
El hombre, antes de sufrir toda esta tecnologización en la que vive sumergido actualmente, (y de vivir con la mirada constantemente vuelta sobre sí mismo) también se valía únicamente de las manifestaciones y cambios en la naturaleza para realizar sus distintas actividades, desde levantarse con el alba, realizar sus tareas y abandonarlas a vista de la puesta del sol y también las tareas que tuviesen relación con el trabajo de la tierra: la siembra, el desmalezamiento para evitar que plantas nocivas perjudicaran los cultivos, el esperar las lluvias de estación para el crecimiento de los mismos y posteriormente realizar la cosecha, lo que se dice “ percibir los frutos de la tierra”. Luego daba gracias por el éxito de las mismas realizando fiestas y haciendo ofrecimientos a los dioses de aquello que se había percibido.
De ahí que luego, Jesús se valiera de tantas figuras (el sembrador, la semilla que cae en los distintos suelos, el trigo y la cizaña, la vid y los sarmientos, etc) relacionadas con el trabajo del campo para enseñar al Pueblo por medio de comparaciones o parábolas.
Antes, el hombre estaba mucho más en contacto de lo que estamos hoy en día con la naturaleza y ésta ha sido para él una de la formas de la manifestación de la grandeza de Dios. Mucho más que ahora, era capaz de volver su mirada hacia fuera de sí mismo y sobre todo hacia arriba. Siempre fue un ser religioso y supo que todo lo que obtenía, tras el esfuerzo del trabajo diario, era gracias a la acción de un ser superior, el cuál era adorado en las manifestaciones de los elementos de la naturaleza (sol, luna, lluvia, tierra, viento, etc.)
Antiguamente, en diversas culturas también se hacían rituales de ofrecimientos de vidas humanas para aplacar la ira de los dioses, las fuerzas extremas de la naturaleza eran adoradas como seres superiores, frente a la imposibilidad del hombre de comprenderlos y explicarlos o a la imposibilidad de manipularlos en su totalidad.
También hemos heredado fiestas de culturas ancestrales que aún celebramos: carnaval, el retorno de la primavera y el renacimiento de la vida, fin y e inicio de un nuevo año. Es un continuo sucederse de ciclos, siglo tras siglo. El mundo y la vida no se detienen, ni nuestra acción en él.
La Iglesia no es ajena a este ciclo de celebraciones pero el sol en torno al cual realiza su propio ciclo es otro, es el mismo Cristo.
En sus celebraciones, se rige por el “año litúrgico”, que comienza en el tiempo de Adviento, tiempo fuerte de preparación a la celebración de la Navidad y concluye con la fiesta de Cristo Rey, 34 semanas después. El eje sobre el que se suceden todas estas celebraciones lo constituye la fiesta de Pascua de Resurrección.
Pero ¿qué es la liturgia?
Una definición de liturgia nos daba Pablo VI en su encíclica Sacrosantum Concilium:
“La Liturgia, por cuyo medio "se ejerce la obra de nuestra Redención", sobre todo en el divino sacrificio de la Eucaristía, contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia. Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos ".
Por lo tanto la liturgia es el conjunto de signos y símbolos con los que la Iglesia rinde culto a Dios y se santifica. Todas las acciones litúrgicas: oración, sacramentos están dirigidas, por tanto, a dar culto a Dios Padre, por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo y la santificación de cada uno de los fieles que forman esta Iglesia de Cristo.
Todo lo que el hombre, en el continuo sucederse de los siglos, ha realizado, dando a su manera humana de adorar a Dios por medio de ritos y sacrificios, ha ido realizando un crescendo hasta llegar a su madurez en el culto dirigido a Dios por medio de la liturgia (que es la manifestación externa de ese culto), a partir de todo un camino realizado por la humanidad en un intento de encontrar a ese Dios, que siempre supo que estaba, pero que debía manifestarse a él hasta llegar a establecer una alianza de amor con esa humanidad y dar un sentido a esa búsqueda humana y a su vida.
De todos los pueblos de la antigüedad que fueron realizando este camino de encuentro hasta llegar a Dios como único ser supremo a quien debía rendirse culto de adoración, petición, alabanza y agradecimiento, más que otros, ha sido el pueblo judío el que ha gozado de esta plena manifestación de Dios, como podemos ver en las Sagradas Escrituras, más exactamente en el Antiguo Testamento y este acontecimiento ha impregnado toda su historia, desde lo político a lo religioso, de esta relación de amor, temor, reverencia y por qué no decirlo, de desencuentro y hasta de alejamiento de este pueblo (imagen de la humanidad misma), frente a un Dios que se comprometió con este pueblo elegido a ser su Dios y protector frente a los enemigos, en tanto y cuanto éste le fuera fiel y observara sus Mandamientos, esa Ley divina que le fuese entregada por su propia mano.
A partir de aquí, ya no sería lo mismo en tanto que Dios mismo se había manifestado a la humanidad (representada en este pueblo que había sido elegido entre todos los demás para hacerlo “su pueblo” ) hablando a los patriarcas y a los profetas dándoles a conocer su Plan de Salvación. Éstos, con el correr de los siglos, recordaron siempre al pueblo de Israel que era un pueblo consagrado a Dios y a la vez depositario de toda la riqueza de la fe hasta que fuese el tiempo propicio para llegar al culmen del plan que Dios tenía para la humanidad que, ante su pecado, heredado por la desobediencia a Dios de nuestros primeros padres (Adan y Eva al pecar de soberbia, al querer igualarse a Dios -conocedores del bien y del mal-y olvidando su condición de hijos, intentaron vivir una vida que excluía al Creador, como pasa muchas veces hoy en día en que nos alejamos de Dios) impulsada por la acción del demonio (el gran enemigo de la obra de Dios, quien fue el primero que se apartó de Dios y eligió su condenación eterna), propició la entrada de la muerte al mundo. El hombre rompía su amistad con Dios, perdía la gracia, rompía su unidad con Él y su condición de hijos.
Debido a esto, la humanidad necesitaba ser redimida, puesto que como seres humanos y seres creados, somos limitados y no podíamos salvarnos de esta muerte eterna a la que estábamos condenados, si no era por la acción del mismo Dios, que a través de este pueblo elegido, haría surgir un Salvador, Jesucristo, para toda la humanidad.
A pesar de que Cristo, al comenzar su vida pública, anunciara la llegada del Reino de Dios y realizara diversas curaciones y milagros para que pudieran reconocerlo como Hijo de Dios y para afianzar la fe de su pueblo en Él, no fue aceptado por la totalidad del pueblo de Israel, (vean en el Evangelio de Mateo cap. 11, 16-24) ya que este mismo pueblo estaba aferrado a sus tradiciones y doctrinas, lo que se apreciaba en la continua puesta a prueba y a juicio de las autoridades religiosas del pueblo: fariseos y saduceos, a quienes Jesús mismo muchas veces amonestó por su incredulidad y dureza de corazón (vean Mateo cap. 12, 1-42 , cap. 15, 1-20, cap. 16, 1-12 y varios otros pasajes que pueden encontrar en este mismo Evangelio), por lo que luego de hablar con ellos, aprovechaba a enseñar al pueblo sobre aquellos temas por los cuales los fariseos discutían tanto con Jesús, hasta que en un momento cansado y enojado por ver que no tenían fe y no cambiaban de actitud terminó por llamarlos “raza de vívoras” (Mateo cap. 23) Aquí mismo también Jesús reprocha directamente a la ciudad de Jerusalén con estas palabras:
“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne bajo sus alas a los pollitos, y tú no quisiste! Por eso, a ustedes la casa les quedará desierta. Les aseguro que ya no me verán más, hasta que digan:
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”.
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”.
Constituye un misterio en sí mismo esta actitud, de gran parte del pueblo judío, de no aceptar a Cristo como el Mesías, siendo que incluso estaba anunciado en las mismas Escrituras esta inminente llegada del Salvador.
San Pablo habla sobre esto en su carta a los Romanos, en el capítulo 9, en el que resalta que la salvación no vendría apegándose a la Ley antigua y menos aferrándose a las antiguas tradiciones, como hacían los fariseos, sino por la fe en Cristo, reconociéndolo y aceptándolo como Salvador. Luego en el capítulo 10 manifestaría su inquietud por esta misma actitud del pueblo de rebeldía contra la voluntad de Dios. Finalmente en el capítulo 11 hablaría de “un resto elegido gratuitamente” y de que está “caída” del pueblo de Israel finalmente serviría para que los demás pueblos a su vez alcanzaran la salvación.
San Pablo expresa que esto no significa que Dios haya rechazado a su Pueblo, ya que Dios no vuelve atrás en aquello que prometiera de una vez y para siempre a Israel, si no que, nuevamente afirma que la incredulidad del Pueblo se mantendrá hasta que el resto de los paganos alcancen la salvación, la cual aún se derrama sobre nosotros, la Iglesia (nuevo Pueblo elegido), única y exclusivamente por la gran misericordia de Dios, y desde la Iglesia hacia el resto del mundo, ya que Dios no desea que nada se pierda.
Ésto, dice San Pablo, sucede para que a su vez el Pueblo de Israel alcance también, al final de los tiempos, la salvación por la misericordia divina. Los planes de Dios siempre son misteriosos y sobrepasan todo humano entendimiento, pues como dice el dicho: “Dios escribe derecho sobre línea torcidas”. Finalmente, todo se hará según su divina voluntad.
(Continua en el siguiente post)
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