miércoles, 9 de marzo de 2011

Miércoles de ceniza

“Conviértete y cree en el Evangelio.”

Esa palabras nos son dichas por el sacerdote mientras realiza el signo de la cruz en nuestra frente con las cenizas. También se nos dice esta otra fórmula: “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”

Ahora, ¿qué simboliza esa marca, esa señal realizada sobre la frente con las cenizas?

Ante todo, la fragilidad de la vida humana. Nuestro cuerpo, al final de nuestra vida se reduce a eso, a cenizas. También somos conscientes de que vivimos permanentemente inclinados al pecado y que en nuestra existencia vivimos episodios a veces amargos y dolorosos, somos concientes de nuestra propia imperfección.
A veces, puestos en una situación límite , de mucha pena y tristeza, sentimos en un momento de flaqueza que “somos nada” y que necesitamos de alguien que nos extienda su mano para salir de ese estado. Aprender a ser humildes.


Con este ritual de las cenizas también expresamos nuestra íntima necesidad de cambio, de restauración de nuestra alma, de que necesitamos renacer, y para ellos pedimos a  Dios que nos ayude en este camino cuaresmal a realizar nuestra propia “conversión”
Para esto debo mirarme en el espejo de Cristo, comparar su vida con la mía y reconocer aquellas cosas sobre las que debo trabajar en estos cuarenta días que dura la Cuaresma para llegar al Domingo de Pascua con el alma limpia y reconciliada.


Pero cambiar no es tan fácil, entonces hay que realizar un propósito serio, hacer dentro de lo posible, más silencio interior para, por medio de la oración, discernir con la ayuda del Espíritu Santo, aquello a lo que  debemos renunciar, alejarnos definitivamente de lo que no nos deja ser libres de verdad. A esto se le llama entrar en el “desierto”.


¿Por qué son 40 días de cuaresma? Porque recordamos los 40 años que el Pueblo de Israel estuvo caminando por el desierto, también los 40 días en los que Jesús estuvo orando y ayunando retirado en absoluta soledad, para prepararse a su misión antes de iniciar su vida pública. Es una cifra simbólica  que indica un tiempo de cambio, de apertura, de escucha a la voz de Dios, de transformación (metanoia)


Aquello en lo que debemos trabajar puede ser un vicio, combatir el mal carácter, la falta de paciencia, el egoísmo que nos lleva a pensar únicamente en nosotros, o el no saber frenar la lengua, el ser demasiado críticos con los demás y demasiado indulgentes con nosotros mismos. Cada uno sabe donde “le aprieta el zapato”.


Es por eso que en estos 40 días de preparación para la Pascua, se hace necesario realizar algunas prácticas que nos ayudarán a vaciarnos de nuestra carga interior:


El ayuno.

Mediante el ayuno nos privamos durante el día de alimentos en forma total o parcial. También se puede ayunar de otras cosas, como algún gusto personal. Con esto se quiere expresar que uno renuncia a algo ( un gusto a la hora de comer, de algo propio con lo que podamos hacer una obra de caridad, dejar de hacer por un tiempo algo que nos guste mucho, frenarnos si sabemos que con lo que diremos podemos provocar enojo o disgusto en otro.

La limosna

No gastar en cosas superfluas y al mismo tiempo ser más generosos a la hora de la colecta en el momento del ofertorio como fruto de nuestra privación o hacer una obra de caridad, dar algo a quien le hace falta (ropa, comida, etc.)


Esto cuesta pero la idea es ser capaz de dejar nuestras antiguas costumbres con las que luchamos todos los días, de modo que el día de Pascua podamos ofrecerle a Jesús aquellas cosas a las que hemos renunciado temporalmente para llenar más de su gracia nuestro espíritu. Todo camino, todo peregrinar significa un cambio, un no quedarse siempre en el mismo lugar, avanzar, hacerse conciente, renovarse, nacer de nuevo.

La oración

Para decirlo de modo simple, la oración es ese encuentro con Dios que hacemos hablándole desde el fondo del corazón, de manera sencilla, sin palabras rebuscadas. Es dedicarle un tiempo a Dios , sin apuro y hablarle abiertamente como quien habla con su mejor, a quien le cuenta todo.

Si tenemos un mejor amigo, este nos conoce, sabe nuestras costumbres, como obramos, incluso hasta lo que le vamos a decir. Así nos conoce Dios, nos conoce en profundidad, pero Él desea que nosotros le hablemos, que nos acerquemos con confianza. El nos ama, y nos conoce mejor que nosotros mismos porque ve el interior del corazón de cada uno, allí donde se esconden nuetras verdaderas intenciones. Quiere que seamos felices, pero si lo abandonamos, nos va a faltar su amor y su gracia, no podremos ser plenamente nosotros.

Cuanto más hablemos con Dios, cuanto más recibamos sus sacramentos Él comenzará a actuar en nosotros, quitando todo aquello que no sirve, que está sucio, que afea nuestra alma, que nos separa de Él. 

¿Qué sucede con una planta a la que no se cuida? Sin agua, sin sol, sin tierra que le de los nutrientes? Se marchita, se seca y se muere. Nuestra alma sin Dios es eso, algo muerto. Por eso es necesario recibir los sacramentos, ellos nos llenan de la gracia de Dios y nos van transformando interiormente en otro Cristo, completan lo que nos falta hasta hacernos santos.

Recuerda que son necesarios: la oración, el ayuno para aprender a renunciar a uno mismo y comenzar a hacer la voluntad de Dios. La reconciliación para limpiar nuestra alma de nuestro pecados, que es lo que nos provoca la muerte espiritual. Recibir a Cristo en la Eucaristía.

Así podremos "resucitar", resurgir de nuestras propias cenizas, de nuestra muerte espiritual al reconciliarnos con Jesús mediante la confesión,  “pasar” de aquello que no nos deja ser mejores y más libres a ser personas espirituales, interesados en hacer el bien al otro, tal como era Jesús, cuyo corazón misericordioso se compadecía de todos sanando a aquellos que necesitaban liberarse de su enfermedad o de sus pecados.



Hemos nacido, cada uno de nosotros, con el deseo del bien y la concupiscencia del mal.
Hemos sido llamados a la vida y nos atrae la muerte.
Escuchamos: "Haz el bien",
y respondemos: : "Elijo el placer".
A veces, cuando Dios nos tiende la mano, lo despreciamos.

Aun así, Dios no nos rechaza.
Su gracia y su piedad
Se hacen presentes en nuestras vidas
En la abundancia de su misericordia y compasión,
Que tienen en cuenta las penas
De todos los que quieren seguirlo.
Él está con nosotros para consolarnos
y salvar nuestras almas, para prepararnos
para la vida eterna, no para la muerte eterna.
Su gracia nos precede, para que los buenos no caigan
y los pecadores puedan levantarse.
Su gracia nos precede y nos acompaña,
Nos toca y nos da calor,
Para que podamos recibir y realizar, con pasión, sus palabras de vida.


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