PRIMERA
LECTURA
Jer 31, 31-34
Lectura del libro de Jeremías.
Llegarán los días -oráculo del Señor- en que estableceré una
nueva Alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la Alianza
que establecí con sus padres el día en que los tomé de la mano para hacerlos
salir del país de Egipto, mi Alianza que ellos rompieron, aunque yo era su
dueño -oráculo del Señor. Ésta es la Alianza que estableceré con la casa de
Israel, después de aquellos días -oráculo del Señor: pondré mi Ley dentro de
ellos, y la escribiré en sus corazones; Yo seré su Dios y ellos serán mi
Pueblo. Y ya no tendrán que enseñarse mutuamente, diciéndose el uno al otro:
"Conozcan al Señor". Porque todos me conocerán, del más pequeño al
más grande -oráculo del Señor. Porque yo habré perdonado su iniquidad y no me
acordaré más de su pecado.
Palabra de Dios.
SALMO
Sal 50, 3-4. 12-15
Crea en mí, Dios mío, un corazón puro.
¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad,
por tu gran compasión,
borra mis faltas!
¡Lávame totalmente de mi culpa
y purifícame de mi pecado!
Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de
mi espíritu.
No me arrojes lejos de tu presencia
ni retires de mí tu santo
espíritu.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
que tu espíritu generoso
me sostenga:
yo enseñaré tu camino a los impíos
y los pecadores volverán a ti.
SEGUNDA LECTURA
Heb 5, 7-9
Lectura de la carta a los Hebreos.
Hermanos: Cristo dirigió durante su vida terrena súplicas y
plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a Aquel que podía salvarlo de la
muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Y, aunque era Hijo de Dios,
aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este
modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para
todos los que le obedecen.
Palabra de Dios.
EVANGELIO
Jn 12, 20-33
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan.
Había unos griegos que habían subido a Jerusalén para adorar a
Dios durante la fiesta de Pascua. Éstos se acercaron a Felipe de Betsaida de
Galilea, y le dijeron: "Señor, queremos ver a Jesús". Felipe fue a
decírselo a Andrés, y ambos se lo dijeron a Jesús. Él les respondió: "Ha
llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. Les aseguro que
si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere,
da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está
apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna. El que
quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El
que quiera servirme, será honrado por mi Padre. Mi alma ahora está turbada. ¿Y
qué diré: "Padre, líbrame de esta hora"? ¡Si para eso he llegado a
esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!". Entonces se oyó una voz del
cielo: "Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar". La multitud,
que estaba presente y oyó estas palabras, pensaba que era un trueno. Otros
decían: "Le ha hablado un ángel". Jesús respondió: "Esta voz no
se oyó por mí, sino por ustedes. Ahora ha llegado el juicio de este mundo,
ahora el Príncipe de este mundo será arrojado afuera; y cuando yo sea levantado
en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí".
Palabra del Señor.
Homilía
del Santo Padre Benedicto XVI.
Parque Expo Bicentenario de León.
México. 25-03-12
Me complace estar entre
ustedes, y deseo agradecer vivamente a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago,
Arzobispo de León, sus amables palabras de bienvenida. Saludo al episcopado
mexicano, así como a los Señores Cardenales y demás Obispos aquí presentes, en
particular a los procedentes de Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi
saludo caluroso a las Autoridades que nos acompañan, así como a todos los que
se han congregado para participar en esta Santa Misa presidida por el Sucesor
de Pedro.
«Crea en mí, Señor, un corazón
puro» (Sal 50,12), hemos
invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con
la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de
la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy
dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de
esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano
y también otros de Latinoamérica.
El anhelo de un corazón puro,
sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que
tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un
poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en
la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde
dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así
fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no
quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón
nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios
para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir
convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final del salmo,
dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe: «Un
corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).
La historia de Israel narra
también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar su existencia
más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus propias
fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no
insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros
pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión
más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de
recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la
esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo
Jesucristo.
El Evangelio de hoy prosigue
haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente
en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos
griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A
la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde
diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece
incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación
de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí que hay una relación.
Alguien podría pensar –observa san Agustín– que Jesús se sentía glorificado
porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que da
«gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a
la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In
Joannis Ev., 51,9: PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús,
anunciando su pasión inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en
aquellos momentos sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos
quieren ver en realidad, lo verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a
todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a
causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de trigo caído en
tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán a quien
seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios que
se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que
Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a
un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se
vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo
y de la Tierra (cf. Nican
Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había ensayado en las
Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó claramente a los
sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).
Queridos hermanos, al venir
aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi
venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó
ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo
mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde
el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con
ustedes, como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han
querido venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país.
Pues bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que
le acompañan, una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es
como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder
de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se
funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha
traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio.
Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es
justo que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de
oración ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y
acogida de la gracia. A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros
corazones haciéndolos puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia
humildad.
También hoy, desde este parque
con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento de la
nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un
afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como
príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el
poder del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay
que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio
corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad
personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para
darlo a conocer a los demás.
En Aparecida, los Obispos de
Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de
confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la
historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con
Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo,
11). La Misión Continental,
que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente,
tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los
cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe
superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha
de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de
estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer
a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo
en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su
disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso
a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2011). Lo vemos muy bien en los
santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y
con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón
era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que
significa verdaderamente amar hasta el final.
En este sentido, el Año de la fe, al que he
convocado a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada
conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece
cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como
experiencia de gracia y gozo» (Porta
fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
Pidamos a la Virgen María que
nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente ante la cercana
celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en
el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas
tierras. Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos
hijos mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les
ayude a promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad.
Amén.
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