Queridos
hijos, vengo entre ustedes por el inmenso amor de Dios, y persistentemente los
llamo a los brazos de mi Hijo. Con corazón materno les imploro, hijos míos, y
también les advierto para que en primer lugar esté en ustedes la preocupación
por aquellos que aún no han conocido a mi Hijo. No permitan que ellos,
observándolos a ustedes y a sus vidas, no quieran conocerlo. Oren al Espíritu
Santo para que sea mi Hijo impreso en ustedes. Oren para que puedan ser
apóstoles de la luz de Dios en este tiempo de tinieblas y desesperación. Éste
es el tiempo en el que son puestos a prueba. Vengan conmigo, con el Rosario en
la mano y el amor en el corazón. Yo los conduzco a la Pascua en mi Hijo. Oren
por aquellos a quienes eligió mi Hijo, para que puedan vivir siempre por Él y
en Él, Sumo Sacerdote. Gracias.
Comentario
Un mensaje diferente a otros
Las apariciones de los días dos de cada mes están
dedicadas a abrirnos a la realidad de una inmensa humanidad que no cree o niega
o es indiferente a Dios, para que oremos, ofrezcamos por ellos y podamos ser,
sino ejemplos a imitar, al menos testimonios a considerar.
Esta humanidad sin Dios es para nosotros en gran
parte anónima, pero no lo es para la Santísima Virgen que los ha heredado como
hijos al pie de la cruz y los conoce, como a nosotros, a cada uno en
particular. Ella no condena y quiere que no apuntemos el dedo sobre ninguno
sino que cooperemos a su salvación.
En el curso de los años ha dado varios mensajes
similares a éste, pero el actual tiene una carga mayor y un tono diverso.
Diverso porque pone ante nosotros una imagen, nuestra propia imagen, que
confrontan quienes no conocen el amor de Dios.
Sabemos que muchos se han alejado de la fe debido a
experiencias negativas en el trato con la Iglesia. Por eso, mucho debemos
cuidarnos de dar ningún paso en falso que ponga en compromiso la salvación de otro.
Los pasos en falso no son sólo los escándalos, también lo son las ambigüedades,
el egoísmo, la mezquindad, la hipocresía, la arrogancia y soberbia.
La imagen
que reflejamos
Debemos ser conscientes que las personas ven lo
externo, no ven nuestro mundo interior. Es lo primero que ven y a veces lo
único que ven.
Preguntémonos qué cara ponemos, qué impresión les
produciremos a los demás. Por ejemplo, ver si acaso en nosotros no hay gestos
de impaciencia, irritación, intolerancia, falta de acogimiento o actitudes de
superioridad.
¡Qué terrible impresión ver personas que van
asiduamente a Misa, que practican rigurosamente, en la iglesia o fuera de ella,
sus devociones y se las ve luego con rostros avinagrados y sombríos! Esos
rostros algo dicen, algo reflejan de un camino que no es el del amor.
Del Santo Cura de Ars, san Juan María Vianney,
catedráticos y obispos decían “no sé si este señor es erudito, pero es
luminoso”. ¡Ser luminoso! Luminoso es quien refleja algo de la Luz de Cristo.
La santidad es luminosa, y lo que hace luminosa la mirada es el amor con que
miramos. ¡Ah, si pudiéramos con nuestra sola presencia expresar que estamos
enamorados del Señor!
Tengamos siempre en cuenta que vivimos sumergidos
en una cultura icónica, en un mundo de imágenes. Nuestra imagen, la que debemos
dar es la de un Dios que es amor. Debemos reflejar a Cristo y por eso –como nos
exhorta la Santísima Virgen en este mensaje- debemos pedir al Espíritu Santo
que quede impresa su imagen en nosotros.
La pureza
El Señor dice: “Bienaventurados los limpios de
corazón porque ellos verán a Dios”. Los limpios de corazón captarán mucho más
las cosas que los que llevaron una vida sucia. Los limpios de corazón llegarán
a ver al Dios invisible.
La pureza arranca de la limpieza afectivo-sexual
para llegar a la de corazón.
La afectivo-sexual hace limpia la relación humana
hombre-mujer. En el lenguaje cristiano se la llama castidad. Es el
relacionarnos limpiamente. Castos en la relación, castos en el matrimonio.
Luego, está la otra, la castidad virginal, que implica tener el corazón
indiviso y con todo ese corazón amar a Dios. Es la castidad del consagrado, del
sacerdote y religioso o religiosa.
La pureza o limpieza de corazón, de la
bienaventuranza, no se reduce a las otras sino que va más allá. Una persona
puede ser muy casta pero muy orgullosa. Un obispo que había visitado a unas
monjas jansenistas, dijo de ellas: “Son puras como ángeles y soberbias como
demonios”. Esa pureza va siempre acompañada de la humildad.
Debemos ser verdaderos, auténticos, sin dobleces.
Auténtico es el que se esfuerza en vivir como debe vivir, como Dios quiere que
se viva.
El corazón es el símbolo de la vida entera. Toda la
dimensión de la persona debe ser limpia. Lo primero a limpiar es la intención.
Debemos purificar nuestras intenciones. Tener mucho cuidado con la malicia.
Hasta en el silencio de quien calla puede haber malicia.
Un sabio obispo, muy anciano en edad
pero lleno de fuego vital, en un retiro para sacerdotes, nos proponía estas
preguntas: “¿Mi vida es limpia? ¿Busco
la verdad? ¿La busco con amor? ¿La realizo con amor?”.
Llenarse
de Dios, esa es la clave de todo. Es decir pasar un tiempo cultivando nuestra
intimidad con Dios y tener esos grandes momentos de adoración. Apartarse con el
Señor no es alejarse de los demás porque nunca estamos más cerca de los demás
que cuando estamos en el corazón de Cristo.
Advertencia seria
La Santísima Virgen nos advierte: No ocurra que mis
otros hijos, los que no conocen el amor divino, no quieran conocer a Dios al
ver cómo ustedes se comportan y llevan sus vidas. No sea cosa que mirando cómo
nos comportamos, cómo vivimos nuestra fe, sea para ellos motivo de escándalo,
piedra de tropiezo y digan “si estos son los que dicen que Dios existe, que
conocen a quien llaman el Salvador y así viven, entonces todo debe ser un gran
cuento porque si fuera cierto serían muy diferentes”.
Otro aspecto de lo mismo es cómo se vive y
participa de la Santa Misa. La liturgia refleja la fe en lo que se celebra.
Nosotros creemos que la Sagrada Eucaristía es el signo de la Presencia real,
verdadera, substancial de Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Creemos que en
la comunión recibimos la Persona de Cristo y la Persona de Cristo es Dios. Por
tanto la comunión sacramental es sobre todo un encuentro con la Persona de
nuestro Creador y Salvador. Tal encuentro con Dios exige siempre adoración, de
donde la celebración va junto a la adoración. Esa es parte esencial de nuestra
fe católica. Supongamos luego que alguien, proveniente de otra religión o del
ateísmo, está en un proceso de conversión para hacerse católico y se lo lleva a
una Misa donde no ve ningún gesto de adoración, donde las personas van a
recibir la comunión como se recibe un caramelo, donde se manosea la Sagrada
Eucaristía, donde ni siquiera inclinan la cabeza en señal de reverencia y
respeto ante la presencia del Señor, donde ve continuo movimiento de personas
alrededor del altar, donde pasan frente al sagrario sin hacer ninguna
genuflexión, ¿qué llegará a pensar esa persona? ¿Qué podrá concluir cuando
a la Eucaristía se la trata como una cosa, como un objeto y ni siquiera un
objeto sacro? ¿Quién podrá convencerla que aquella asamblea cree que Dios está
realmente allí presente? Por cierto que dirá que alguno miente porque o es
verdad y entonces todos esas personas no tienen ni idea del sacrilegio que
cometen o bien lo que ha leído, lo que le ha dicho el catequista es todo
mentira.
La
oscuridad del mundo y la luz de Cristo
Es hora de recapacitar, de cambiar y en total
humildad y sumisión dejar que Dios haga su obra de conversión en nosotros.
Debemos acercarnos más a Dios, aceptar y desear entrar en intimidad con Él para
que nos transforme.
La Madre de Dios nos llama a la oración, a la
invocación al Espíritu Santo para que Cristo esté en nosotros y viva en
nosotros. Nos llama a ser portadores de la Luz de Dios en un mundo sumido en la
oscuridad. Nos habla de este tiempo como tiempo de prueba. Desconocemos el
alcance de esta prueba, sólo que es indicio de tiempos difíciles y la prueba es
siempre prueba en el amor. De cada prueba debe salir fortalecida la fe y el
amor en nosotros.
El Santo Padre recientemente ha recordado que Dios
es luz y Jesús la lámpara que jamás se apaga ni siquiera en la noche más
oscura. Él quiere dar a sus amigos más íntimos “la experiencia de esta luz que
mora en Él”. El Señor quiere hoy darnos ese don, a nosotros que tenemos
necesidad de esa luz interior para superar las pruebas de la vida. Exhortaba el
Papa a dejarnos colmar interiormente de esta luz subiendo con Jesús sobre el
monte de la oración y contemplar su rostro, pleno de amor y de verdad.
Exhortación
final
Oremos con el corazón para que por la oración entre
el amor. Recemos con el Santo Rosario, porque Dios le ha dado un gran poder a
esta oración humilde. Seamos enviados de nuestra Madre para –reflejando la luz
de Cristo- llevar la luz a la oscuridad del mundo.
Por fin no juzguemos a los sacerdotes, a nuestros
obispos, porque el mismo Señor los ha elegido y Él es el único juez. A él,
ellos, cada uno de nosotros deberemos darle cuenta. Sabemos que grandísima es
la responsabilidad de los sacerdotes, de los obispos porque “a quien se le dio
mucho se le reclamará mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá más”
(Lc 12:48). Debemos saber también que son los blancos de Satanás porque herido
el pastor se dispersan las ovejas y un pastor herido, un sacerdote que provoca
escándalo hiere a muchísimas almas. Quien se está condenando no necesita que
otros lo juzguen para condenarlo, necesita sí que lo ayuden para salvarlo del
abismo. La ayuda se llama oración, sacrificio, ofrecimiento.
Damos gracias al Señor por este mensaje de su Madre, le damos gracias
por Ella, que en este tiempo de prueba, cuando la Iglesia está sufriendo la
Pasión del Señor, la Santísima Virgen está junto a nosotros, Iglesia de Cristo,
para conducirnos a la Pascua de Resurrección, a la contemplación de Cristo
Resucitado vencedor de Satanás y de todas nuestras muertes. P. Justo Antonio Lofeudo
www.mensajerosdelareinadelapaz.org
No hay comentarios :
Publicar un comentario